LOS GRANUJILLAS
(Homenaje a François Truffaut: "Les Mistons)
Susana Alapont Durá

Todavía añoro esos veranos, aquellos en los que
éramos libres como dioses y sentíamos que nada nos podía detener.
Pero ese verano fue especial Fue el verano en el
que, aparte de con mi grupo de amigos, deseaba estar con alguna
joven. El verano en el que conocimos a Bernardette.
La recuerdo como si estuviera aquí mismo. Ella era
la muchacha más deslumbrante que habíamos visto jamás: cuando
pedaleaba en su bicicleta, el sol alumbraba las perfectas facciones
de su rostro, sus ojos azules como el cielo cuando anochece y sus
labios rosa pálido resaltaban aun más sus cabellos dorados como el
sol en un cálido día de agosto.
Pedaleaba y pedaleaba con el viento a su favor. El
aire la hacía parecer una joven musa con su ligera camisa de lino,
y le alzaba su corta falda. Así nosotros podíamos contemplar algo
más de ella
Hacíamos lo posible para estar con nuestra amada,
pero: ¿cómo iba a prestarles la menor atención a cinco granujillas
embelesados aquella deslumbrante muchacha? Ella era un sueño
inalcanzable.
La seguíamos todos los días. Nuestros favoritos,
eran esas hermosas mañanas en las que Bernardette decidía bañarse
en el lago. No sospechaba que cinco pequeños la contemplaban
mientras se bañaba y admiraban sus bellos encantos.
Teníamos un odio común hacia ese tal Gerad. Un
profesor de gimnasia al que nuestra amada adoraba. A esa edad, no nos
importaba el amor puro, solamente nos importaba que Bernardette no
pudiera estar con otro hombre que no fuésemos nosotros. Por esa
razón, nos impusimos el reto de hacer desaparecer su relación.
No fue tan sencillo como pensamos. Cuando iban al
bosque, los sorprendíamos con una emboscada, pero siempre era
detenida por Gerad y sus grandes puños. Tal era nuestra frustración,
que decidimos ir más allá: en una cita romántica que hicieron en
lo alto de las ruinas de un anfiteatro de nuestro pueblo, se nos
ocurrió la flamante idea de sobresaltarlos y jugar a los soldados
allí mismo.
Era un plan bastante retorcido, pero lo pusimos en
marcha. Ese día, Bernardette estaba espectacular, y nosotros cinco,
escondidos detrás de unas grandes rocas, les dimos un buen
sobresalto a los dos. Empezamos a fingir que nos tiroteábamos como
en una encarnizada batalla. Ellos nos miraron de solsayo y nos
dirigieron una mirada unánime y torva.
Nos lo pasábamos formidablemente haciéndoles
jugarretas a la pareja. Uno de los recuerdos sobre esta historia, son
esos maravillosos martes en los que Bernardette y Gerad practicaban
tenis en el parque. Entretanto, nosotros fumábamos nuestros primeros
pitillos al borde de la pista, entre unos grandes y punzantes
matorrales donde divisábamos perfectamente a Bernardette mientras
reía y se divertía con su corta falda.
Entre punto y punto, la muchacha le daba un beso a su
amado, un beso dulce y suave como una brisa de verano. Mientras,
nosotros maldecíamos a Gerad.
Algunas de las bolas perdidas, caían en nuestras
ardientes manos, y nos reñíamos por ver quién se las devolvía y
tenía el privilegio de poder cruzar unas palabras con ella. Pero
Bernardette no nos dirigía la palabra: estaba enojada con nosotros y
con nuestras bromas. Cada vez se alejaba más de nosotros.
Seguíamos espiándolos. ¿Cómo podrían unos
simples instintos infantiles luchar contra un enemigo más fuerte que
nosotros, un enemigo desconocido llamado amor? Nos sentíamos
perdidos.
Una tarde de agosto, Gerad partió unos días hacia
la montaña a escalar, una gran pasión que sentía, y prometió a su
amada que a su regreso se casarían. Ella, triste de perder a su
prometido por unos futuros largos días, quedó apenada en el borde
del andén.
Bernardette estaba sola durante unos días. Se nos
ocurrió un maquiavélico plan: le enviamos una postal anónima con
la foto de un hombre parecido a Gerad con otra bella mujer. Con aire
triunfal, la metimos en su buzón. Huimos.
Pero ocurrió una tragedia con la que ninguno de
nosotros contaba: Gerad tuvo un accidente en la montaña.
Desgraciadamente, falleció. Esa noticia impactó en nuestros
corazones dejando una abominable tristeza y amargura.
A partir de ese momento, nos fuimos distanciando
de Bernardette, ya no la veíamos mucho. Pero una tarde de otoño,
cuando las hojas doradas empezaban a caer, vimos a una bella muchacha
vestida de negro, con la mirada perdida y sin rumbo. Era ella. La
muerte de Gerad, no solo se había llevado su vida; también la de
aquella preciosa muchacha que en las cálidas mañanas de verano iba
pedaleando en su bicicleta dejando su falda volar al compás del
viento.
Me ha gustado mucho, me he quedado apenado...
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