viernes, 16 de mayo de 2014

LOS GRANUJILLAS
(Homenaje a François Truffaut: "Les Mistons)

Susana Alapont Durá


   Todavía añoro esos veranos, aquellos en los que éramos libres como dioses y sentíamos que nada nos podía detener.

   Pero ese verano fue especial Fue el verano en el que, aparte de con mi grupo de amigos, deseaba estar con alguna joven. El verano en el que conocimos a Bernardette.

   La recuerdo como si estuviera aquí mismo. Ella era la muchacha más deslumbrante que habíamos visto jamás: cuando pedaleaba en su bicicleta, el sol alumbraba las perfectas facciones de su rostro, sus ojos azules como el cielo cuando anochece y sus labios rosa pálido resaltaban aun más sus cabellos dorados como el sol en un cálido día de agosto.

   Pedaleaba y pedaleaba con el viento a su favor. El aire la hacía parecer una joven musa con su ligera camisa de lino, y le alzaba su corta falda. Así nosotros podíamos contemplar algo más de ella

   Hacíamos lo posible para estar con nuestra amada, pero: ¿cómo iba a prestarles la menor atención a cinco granujillas embelesados aquella deslumbrante muchacha? Ella era un sueño inalcanzable.

   La seguíamos todos los días. Nuestros favoritos, eran esas hermosas mañanas en las que Bernardette decidía bañarse en el lago. No sospechaba que cinco pequeños la contemplaban mientras se bañaba y admiraban sus bellos encantos.

  Teníamos un odio común hacia ese tal Gerad. Un profesor de gimnasia al que nuestra amada adoraba. A esa edad, no nos importaba el amor puro, solamente nos importaba que Bernardette no pudiera estar con otro hombre que no fuésemos nosotros. Por esa razón, nos impusimos el reto de hacer desaparecer su relación.

   No fue tan sencillo como pensamos. Cuando iban al bosque, los sorprendíamos con una emboscada, pero siempre era detenida por Gerad y sus grandes puños. Tal era nuestra frustración, que decidimos ir más allá: en una cita romántica que hicieron en lo alto de las ruinas de un anfiteatro de nuestro pueblo, se nos ocurrió la flamante idea de sobresaltarlos y jugar a los soldados allí mismo.

   Era un plan bastante retorcido, pero lo pusimos en marcha. Ese día, Bernardette estaba espectacular, y nosotros cinco, escondidos detrás de unas grandes rocas, les dimos un buen sobresalto a los dos. Empezamos a fingir que nos tiroteábamos como en una encarnizada batalla. Ellos nos miraron de solsayo y nos dirigieron una mirada unánime y torva.

  Nos lo pasábamos formidablemente haciéndoles jugarretas a la pareja. Uno de los recuerdos sobre esta historia, son esos maravillosos martes en los que Bernardette y Gerad practicaban tenis en el parque. Entretanto, nosotros fumábamos nuestros primeros pitillos al borde de la pista, entre unos grandes y punzantes matorrales donde divisábamos perfectamente a Bernardette mientras reía y se divertía con su corta falda.
    
   Entre punto y punto, la muchacha le daba un beso a su amado, un beso dulce y suave como una brisa de verano. Mientras, nosotros maldecíamos a Gerad.

   Algunas de las bolas perdidas, caían en nuestras ardientes manos, y nos reñíamos por ver quién se las devolvía y tenía el privilegio de poder cruzar unas palabras con ella. Pero Bernardette no nos dirigía la palabra: estaba enojada con nosotros y con nuestras bromas. Cada vez se alejaba más de nosotros.

   Seguíamos espiándolos. ¿Cómo podrían unos simples instintos infantiles luchar contra un enemigo más fuerte que nosotros, un enemigo desconocido llamado amor? Nos sentíamos perdidos.

   Una tarde de agosto, Gerad partió unos días hacia la montaña a escalar, una gran pasión que sentía, y prometió a su amada que a su regreso se casarían. Ella, triste de perder a su prometido por unos futuros largos días, quedó apenada en el borde del andén.

  Bernardette estaba sola durante unos días. Se nos ocurrió un maquiavélico plan: le enviamos una postal anónima con la foto de un hombre parecido a Gerad con otra bella mujer. Con aire triunfal, la metimos en su buzón. Huimos.

  Pero ocurrió una tragedia con la que ninguno de nosotros contaba: Gerad tuvo un accidente en la montaña. Desgraciadamente, falleció. Esa noticia impactó en nuestros corazones dejando una abominable tristeza y amargura.



   A partir de ese momento, nos fuimos distanciando de Bernardette, ya no la veíamos mucho. Pero una tarde de otoño, cuando las hojas doradas empezaban a caer, vimos a una bella muchacha vestida de negro, con la mirada perdida y sin rumbo. Era ella. La muerte de Gerad, no solo se había llevado su vida; también la de aquella preciosa muchacha que en las cálidas mañanas de verano iba pedaleando en su bicicleta dejando su falda volar al compás del viento. 

 

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