viernes, 20 de junio de 2014

FINAL DE CURSO



(Los nueve miembros del Taller de Escritura: Alba Gomis, Pablo Sempere, Gema Rodríguez, Javier Coves, Susana Alapont, Manuel García, Nuria Ortiz, Néstor Ferri y Raúl Velázquez)

   Trabajar juntos, escucharnos, leernos los unos a los otros, comentar qué nos ha parecido más acertado y qué podía mejorarse en los escritos de los otros compañeros... Todo este intercambio ha servido para enriquecer al grupo, incluido al profesor que lo ha acompañado a lo largo de este curso que ya acaba.

    Salvo las dos fotografías nuestras de la presente entrada, todas las imágenes de este blog han sido tomadas de ese inmenso océano que es Internet. Seguramente varias de ellas tendrán derechos de autor. Sería imposible solicitar tantas autorizaciones. Nos hemos tomado, pues, la libertad de reproducirlas aquí, con la ilusión de que gusten a todos. Esperamos que nuestros trabajos os resulten interesantes.





UNA PEQUEÑA TARDE DE VERANO




UNA PEQUEÑA TARDE DE VERANO



       Aquel verano era el más caluroso y aburrido que había vivido nunca. Mis padres habían decidido pasarlo en nuestra casa de campo, donde no había ni Internet ni cobertura ni ningún amigo cerca con el que poder pasar un buen rato yendo al cine o a la playa. Además, todos los libros que tenía ya me los había leído tantas veces que estaba harto de leer. Me pasaba todo el día acostado en una hamaca mirando al cielo, sin nada que hacer en aquellas largas horas. Solo me levantaba para comer o para ir a dormir.
      Era por la tarde, y, como cada día, ahí estaba yo, tumbado en la hamaca, hasta que mi madre gritó desde la cocina:
—¡Ángel, entra a comer, que se te va a enfriar! 
Al levantarme, la hamaca chirrió escandalosamente, o al menos eso me pareció. Entré cansado en la cocina, donde ya estaban esperándome mi madre, Dolores, y mi padre, Ramón. Mi madre era una mujer con carácter, con cabellos color castaño y ojos marrón oscuro. Era alta y escuálida. Sin embargo, mi padre era más bien bajito, también con bastante carácter, pero menos que mi madre. Su pelo era negro y sus ojos marrón claro.
Para comer había sopa de verduras. Odiaba esta comida; de todas las que había en el mundo, mi madre tenía que preparar esa.
—Mamá… Sabes que no me gusta esto… —dije con cara de pena, para ver si se compadecían de mí.
—Lo siento hijo, hay que comer de todo, no siempre puede ser algo que te guste —replicó mi madre con desdén.
No tenía ganas de discutir, así que me senté en mi sitio y empecé a comer con desgana. Cuando acabé, me disponía a salir de nuevo a acostarme en mi hamaca, pero mi padre se interpuso entre la puerta y yo.
     —¿Por qué no vas a dar una vuelta, Ángel, a que te dé un poco el aire?
     —Eso, así no estas todo el día acostado en esa hamaca tan vieja sin hacer nada —dijo mi madre, que estaba escuchando desde el comedor.
      La verdad es que me había acostumbrado a esto de no hacer nada, pero hacía tiempo que no salía a pasear por los alrededores del campo. La última vez fue cuando tenía nueve años, y ahora tenía catorce. Finalmente acepté la propuesta de mi padre y decidí dar una vuelta por la zona. Fui a mi habitación y me cambié las chanclas por los deportivos, bebí un gran trago de agua de la botella de mi mesita de noche y ya estaba listo para salir.
       Abrí la cancela con manos cansadas y la cerré suavemente para no sobresaltarme a mí mismo.
     Una gran carretera separaba las dos filas de chalés de los que estaba compuesto el vecindario. Por esa carretera casi nunca pasaban coches. Yo diría que nosotros éramos los únicos que estábamos veraneando allí; me pareció lógico, ya que era bastante aburrido pasar allí el verano.
Empecé a caminar junto a la carretera, moviendo de vez en cuando los brazos inconscientemente para espantar las moscas o los mosquitos que me invadían, hasta que una mosca se me posó en el brazo, y harto de ella, pensé en aplastarla de un manotazo. Levanté el brazo, y entonces pensé que ella era un ser vivo, como mi madre, como mi padre, como yo o como todas las personas que vivíamos en este planeta. Me apiadé de ella y decidí dejarla vivir. Bajé de nuevo el brazo y la mosca alzó el vuelo.
Decidí seguirla, me entró curiosidad por saber a dónde iba o qué hacía. La mosca siguió carretera adelante, posándose en todos los árboles que bordeaban la carretera. Estuve como cinco minutos siguiéndola hasta que la perdí de vista. Volaba muy rápido y parecía que nunca se cansaba. Dejé de buscarla revoloteando entre las ramas de un olivo y, cuando bajé la vista, vislumbré algo que me llamó la atención: aproximadamente a unos veinte metros de donde yo me encontraba, una gran raya negra atravesaba la carretera. Me acerqué lentamente para ver qué era. A medida que me acercaba, parecía que la raya se movía. Cuando ya me encontraba junto a la misteriosa línea, me agaché y descubrí que eran hormigas.
       —¡Son hormigas! —me dije a mí mismo.
     Aquella gigantesca raya tan grande que cruzaba la carretera, estaba compuesta por diminutas hormigas que se abrían paso entre el asfalto para transportar unas pequeñas migas de pan que habían encontrado hasta su escondite. Me pareció realmente increíble: nunca había visto algo igual. ¿Cuántas hormigas debería de haber ahí? Por lo menos millones. Entonces me fijé bien en lo que había a mi alrededor y descubrí que, mirase donde mirase, siempre encontraba algún insecto minúsculo moviéndose por el suelo o escondido en las flores que crecían entre los huecos de los bordillos o incluso trepando por los troncos de los árboles. Fuera a donde fuese siempre iba acompañado de algún bicho.
      Por una parte, no me hacía ninguna gracia el hecho de que al haber tanto insecto se me pudieran subir por las piernas, pero aquello no tenía por qué dejar de pasar.
        El cielo comenzó a nublarse y en tan solo diez minutos empezó a llover. Decidí que ya era hora de volver a casa. Había caminado demasiado sin darme cuenta.
    Las pequeñísimas gotas de lluvia se veían reflejadas por la luz de algunos faroles que ya se habían encendido porque se estaba haciendo de noche. Estuve todo el camino intentando forzar la vista para poder ver claramente cómo era una gota de lluvia cuando caía, pero era casi imposible. Caían muy rápido y eran demasiado pequeñas para verlas con claridad.
        Poco antes de llegar a nuestra casa de campo, la lluvia cesó y me detuve a admirar aquel maravilloso paisaje. Las hojas de los árboles y de las plantas habían quedado adornadas con unas minúsculas y relucientes gotas de lluvia. Además, todo aquel bello paisaje quedaba duplicado por el reflejo de algunos pequeños charcos que se habían formado durante el chaparrón.
       Me miré y fue entonces cuando me di cuenta de lo mucho que me había mojado. Me había calado entero, y encima los deportivos habían acabado llenos de barro. Sentí un poco de miedo por la reacción que pudieran tener mis padres.
      Enseguida llegué a la puerta de casa y toqué el timbre del interfono.
      —¿Quién? —preguntó la voz de mi padre.
      —Soy yo, papá —dije con un tono cansado.
     La puerta se abrió y entré en casa. Mi madre salió a recibirme y me sorprendió su comportamiento ante mi ropa toda mojada y llena de tierra.
      Cuando acabé de ponerme el pijama, el cielo ya estaba completamente oscuro, y todas las nubes de tormenta habían desaparecido. Me acerqué a mi vieja hamaca y me recosté en ella. Al acostarme chirrió como si estuviera quejándose y no le gustara que me sentase encima de ella.
      Alcé la vista, y me di cuenta de que había algo que nunca antes había podido apreciar: el cielo estaba lleno de estrellas. Miles de pequeños puntitos brillantes iluminaban la noche. Esas estrellas formaban dibujos en el firmamento, aunque costaba diferenciarlos de tantas que había.
     Aquel día aprendí a fijarme en esas pequeñas cosas ante las que pasamos de largo y que pueden llegar a ser realmente hermosas.
  


Javier Coves Toral

EL ESCARABAJO AZUL



EL ESCARABAJO AZUL


Nuria Ortiz Pérez-Ojeda


Llegó el día. Me levanté de mi cama casi dando un salto. Tenía la maleta ya preparada. Me aseé y me vestí con tranquilidad. Me sobraba tiempo. Entonces recordé que anoche puse la alarma de mi móvil sobre las siete y media de la mañana. Miré el reloj y eran las siete y veinticinco. Cogí el teléfono y desconecté la alarma para que no sonara. Estaba tan nerviosa que no había dormido ni tres horas seguidas. Me preparé un café bien caliente y un par de tostadas con mantequilla. Cuando terminé, ojeé el reloj y aún no eran las ocho. Entonces recordé que Álvaro y yo habíamos quedado en el parque que hay junto al museo, a las nueve y media.

Me acomodé de nuevo en mi cama y encendí la televisión, para entretenerme al menos media hora. Estaban dando las noticias. Las estuve escuchando poco más de diez minutos, porque entonces caí en un sueño invencible.  

El tono de llamada de mi móvil retumbó en todo el edificio. Me desperté sin explicarme qué me había pasado. Vi que quien me estaba llamando: era Álvaro. Antes de descolgar, miré la hora y… ¡Eran las diez en punto!

         —¡Lo siento Álvaro, voy enseguida! dije.

Colgué rápidamente para no escuchar ningún tipo de reprimenda y cogí mis cosas para salir hacia el parque corriendo.

Llegué al parque sobre las diez y cuarto. La cara de Álvaro lo decía todo. Menos mal que nuestro avión sale a las 11. Nos dimos dos besos y nos subimos al primer taxi que pasó por allí.

     —Anda que ya te vale, Julia… musitó Álvaro. 
     —No volverá a pasar, señor dije casi riéndome.

Mi comentario desató una larga conversación en el taxi: planeamos la salida al gran bosque de Moscú, el hotel donde nos alojaríamos, los objetos que necesitaríamos para encontrar aquel precioso zafiro azul, que tiene forma de escarabajo, o al menos eso dicen…

El zafiro azul del que os acabo de hablar es una piedra azul escondida entre los inmensos árboles de una selva de la que pocos salen vivos. Esa selva o bosque, se hace llamar “Dark Forest”. Este nombre es debido a los muchos cadáveres que han sido encontrados allí, sin saber de una manera exacta la causa de su muerte. Algunos aparecen con flechas clavadas en el pecho, otros desnucados, varios con la cabeza decapitada… Y todas las víctimas aparecen justo enfrente de la cueva donde se encuentra  escondida la piedra en forma de escarabajo. Desde entonces, nadie se atreve a pisar cerca de allí.

Álvaro está obsesionado con que tiene que encontrarla, por su abuelo y su padre. Sus dos parientes lo intentaron, pero murieron en su empeño, sin tener posibilidad alguna de encontrar el zafiro. Sé que es un viaje peligroso; igual nos cuesta la vida. Pero no puedo dejar que Álvaro haga este viaje solo, él ya ha hecho muchas cosas por mí. Digamos que es un viaje de amigos, tampoco nos lo tomemos como algo de vida o muerte.

Eran las once menos cuarto. El taxi ya nos había dejado en el aeropuerto de Madrid. Entregamos nuestros pasaportes, mientras la recepcionista nos daba dos billetes para embarcar a las once en el avión.

      —¿Llevas todo lo que te dije? preguntó Álvaro.

      —Sí, lo llevo todo.

Hablamos durante veinte minutos, hasta que la voz de una chica anunció en cuatro idiomas, por lo menos:

     —Pasajeros del vuelo 742, ya pueden embarcar en el avión.

Intercambiamos miradas; entusiasmados, cogimos las maletas y subimos al avión. Poco después de veinte minutos, este se puso en marcha, hacia la enorme Rusia. No sé qué sentí durante el largo viaje, si miedo o entusiasmo, ganas de llegar o de arrepentirme… Me agobié en un mar de dudas. Entonces dormí para olvidarme.

      Despierta, Julia, que ya hemos llegado dijo Álvaro.

        —¿Ya? dije sin poder abrir bien los ojos.

Bajamos por las escaleras hacia la pista de aterrizaje y entramos en el aeropuerto de Moscú para coger nuestras maletas. Poco después sacamos dos billetes de metro, y este nos llevó a la capital. Encontramos nuestro alojamiento, que se llamaba “Garden Hotel”, a cinco minutos de la parada de metro, en el centro de Moscú.

Se hizo de noche enseguida, y como de costumbre me tumbé en la cama de mi habitación y caí en un sueño profundo. Álvaro hizo lo mismo, en su cuarto. Teníamos una habitación enfrente de la otra.

Al día siguiente, Álvaro tocó varias veces la puerta de mi cuarto. Salí enseguida, ya que hacía media hora que estaba despierta y nos fuimos a desayunar. Él llevaba una gran mochila a su espalda, como si fuese de escalada. Yo también llevaba la mía. Terminamos y nos pusimos de una vez en marcha. Álvaro alquiló su propio coche durante dos días completos. Salimos de la capital en unos veinte minutos. Ya en la autopista, vimos un cartel que decía: “Dark Forest a 3 km”.

Llegamos, aparcamos el coche y nos adentramos en lo que podía ser nuestra perdición. El bosque tenía un caminito de piedras que se iba perdiendo a medida que nos adentrábamos cada vez más en él.

       Al menos, si en cualquier momento tenemos que huir, ya sabemos cómo volver al coche dije optimista.

Comenzaba a oscurecer. No tardó en ponerse a diluviar. Entonces montamos la tienda de campaña que tenía Álvaro y nos tocó esperar hasta que aclaró.

         —¿Qué haremos cuando estemos delante de la cueva? dije preocupada.

         —Habrá que averiguar cuál es la trampa que ha causado tantas muertes —entonces vio mi cara de preocupación y rectificó—. Te prometo que de aquí no nos vamos sin el zafiro azul en nuestras manos.

          —De acuerdo dije con una tímida sonrisa.

La tormenta cesó y nos volvimos a poner en marcha. Estuvimos andando unas dos horas, y el cansancio se apoderó de mí. Me dolía la espalda de llevar la mochila.

    —Deberíamos descansar un rato propuse, mientras me sentaba en una piedra.

Álvaro me dijo algo que no logré escuchar bien. Mi atención se desvió a mi pierna derecha, ya que una serpiente de unos dos metros se estaba enrollando en ella. Estuve a punto de gritar, pero no pude. En ese instante me quedé bloqueada. Antes de que pudiera hacerle señas a mi compañero, este ya había desempuñado su navaja. Dio un golpe rápido y seco sobre la serpiente, que se partió en dos.

Suspiré, aliviada. Pero entonces noté unos leves pinchazos en mi tibia. De una gran brecha salía una sangre tan roja, que me mareé. Cinco minutos después, Álvaro me despertó y me dijo que teníamos que continuar. Él me vendó la herida, y volvimos a ponernos en marcha.

Pasaban horas, y no conseguíamos encontrar la cueva. Hasta que, al fin, la encantadora voz de Álvaro dijo:

       —¡Julia, aquí está la cueva, ya hemos llegado!

       —Qué agradable escuchar eso… dije mientras dejaba por allí tirada mi pesada mochila.

Allí se encontraba una pared de piedra que mediría cinco metros, llena de enredaderas y flores secas. Y en lo más bajo de la pared, se encontraba un saliente con un gran agujero, del que no se veía el fondo. Entonces lo vi. No hacía falta alumbrar con una linterna para verlo. Encima de una especie de rectángulo de piedra: el zafiro azul, que brillaba desde el lugar donde nos encontrábamos.

         —Tiraré dos o tres piedras a su alrededor, y si no pasa nada, entraré yo mismo y la cogeré.

Asentí. Entonces Álvaro se dispuso a lanzar la primera. Cayó justo al lado del altar de piedra. Y aunque nos extrañó, no pasó nada. Ni una flecha, ninguna trampa escondida entre las hojas del suelo… Con la segunda piedra, lo mismo. Y con la tercera, exactamente igual: no pasó nada

    —Entonces, acércate y cógela. Pero ven enseguida a mi lado y saldremos de aquí corriendo. Me extraña que sea tan fácil.

          —De acuerdo dijo Álvaro.

Se acercó lentamente hacia la cueva. Llegó hasta el altar. Se dispuso a intercambiar el precioso escarabajo azul, por una piedra. Y lo consiguió. Regresó hacia mí, con una sincera sonrisa, hasta que miles de flechas comenzaron a dispararse desde algún lugar desconocido. Una de ellas me rozó el brazo y otra se clavó en el tronco de un árbol muy cerca de nosotros.

¡Corre Julia! me gritó. Y sin perder ni un instante, salimos de allí.

Donde las flechas ya no nos alcanzaban, Álvaro se tiró al suelo, con el zafiro todavía en la mano. Una flecha atravesaba totalmente su pierna. Comenzó a gemir mientras el dolor se apoderaba de él. Pensé en quitarle esa maldita flecha, pero no tardaría en desangrarse.

¡Vamos Álvaro, tenemos que salir de aquí!

Mi pobre compañero hizo un esfuerzo y se puso en pie. Tardamos varias horas en salir de aquel bosque maldito, pero lo conseguimos. Al llegar al coche recordé que mi mochila se había quedado allí. Aun así, ni se me pasó por la cabeza regresar por ella.

Esta vez conduje yo, ya que Álvaro no podía debido a su herida. Era de noche cuando llegamos al primer hospital que encontramos por el camino. Álvaro, que no había perdido el conocimiento de milagro, salió cojeando del coche. Lo cogí por los hombros y lo llevé a urgencias. Lo atendieron de inmediato.

     —Dame el zafiro, te lo guardaré bien, confía en mí le dije.

Me entregó la piedra y se lo llevaron para curarlo. Pasé la noche en un incómodo sofá del hospital, con el zafiro bien guardado en mi bolsillo.

 Al día siguiente, me desperté sobre las diez y pude entrar a visitar a Álvaro.

        —¿Cómo estás?

      —Bien, aunque aún me duele la pierna. Déjame la piedra.

Se la entregué. La observó con detenimiento y al fin me dijo, con una sonrisa:

          —Lo hemos conseguido… La guardaré en memoria de mis parientes fallecidos. Gracias por todo, Julia. Sin tu ayuda no lo habría logrado. —dijo mientras admiraba aquel brillante zafiro azul.

          —De nada, aunque si no fuera por ti, ahora mismo no estaría viva —vacilé mientras me miraba la leve brecha en mi pierna, que me causó Álvaro al mismo tiempo que se deshacía de aquella serpiente.

            Álvaro sonrió durante un instante. Hubo un breve silencio. Entonces se incorporó, se abalanzó sobre mí y me dio un beso en los labios.


 
 

jueves, 12 de junio de 2014

HAZ DE NOVÍSIMAS GREGUERÍAS



Dormir es despertarte en tus sueños.

. . .



Un lugar con muchas luces es un lugar con muchas sombras.

. . .



El tiempo huye de ti antes de que lo veas.

. . .



Los cables están hechos para tropezarse.

. . .



Las mesas se divierten golpeando nuestros dedos del pie.

. . .



Los zapatos son los calcetines del calcetín.

. . .



El viento es el mejor amigo de tu paraguas: se lo quiere llevar.


 http://www.abc.es/Media/201401/28/viento-madrid-jpg--644x362.jpg

 


Javier Coves Toral






Las macetas de los balcones se encuentran todos los días al borde del suicidio.
 . . .

Los flexos están cansados de estar agachados.


Alba Gomis Román






Espejo: espía de defectos.

. . .


Hiedra: planta amorosa.

. . .


El enchufe se ha enfadado con el cable. Están que saltan chispas.

. . .


El bolígrafo está harto de que le maltraten por hacerse viejo.

. . .


El caracol trabaja en casa.
 

 



Susana Alapont Durá






Al juguete de mi perro le aterran sus dientes.

. . .

 Los peces nadan sin tener brazos ni piernas.

          
Gema Rodríguez Torremocha






La risa es un tranquilizante sin efectos secundarios.
  . . .

Las lágrimas, sean de felicidad o de tristeza, siempre llevan nombre y apellido.
 . . .

Ilusionarse demasiado pronto debería ser un delito.
  . . .

 Una mentira puede dar la vuelta al mundo antes de que la verdad haya tenido tiempo para ponerse la falda.
  . . .

Los libros son la mejor máquina del tiempo.

 

Nuria Ortiz Pérez-Ojeda







Una almohada puede ser un objeto de consolación.

 . . .


Lo mejor de la noche es practicar espeología en la cama.

. . .


Los bolígrafos rojos de los profesores, al ver un fallo en un examen, se convierten en Ferraris.

. . .



La calculadora es el mayor genio matemático.

. . .



Fuente en el parque: ducha de mendigos.

. . .

  
El vapor es el resultado de un incendio acuático.




 


Manuel García Maciá






 Cuando abro las ventanas bosteza la casa. 

. . .


El ruiseñor quiere cantar ópera.

. . .


Un piropo es una droga.

. . .

 El viento se pelea con las puertas de las casas.




 
Néstor Ferri Pérez






En la escuela me enseñaron a sumar y a restar, pero no a calcular lo que me rodea.

. . .



Tienes que observar atentamente una cosa para saber cuál es su verdadero significado.

 





Raúl Velázquez Villalba

RAMÓN




    Pese a que escribió distintos géneros (la novela, la biografía, el ensayo, el teatro, el libro de memorias...), Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) hoy es, sobre todos ellos, conocido como el creador de uno nuevo: la greguería. Tanto hundió sus raíces la greguería en el interior de nuestras letras, que incluso el término entró en el diccionario. El de la RAE la define así: "Agudeza, imagen en prosa que presenta una visión personal, sorprendente y a veces humorística, de algún aspecto de la realidad, y que fue lanzada y así denominada por el escritor Ramón Gómez de la Serna".
   "No hay nada nuevo bajo el Sol", diría, sin embargo, el rey Salomón o cualquier otro rey de los que en el mundo han sido; y continuaría afirmando: "Ramón Gómez de la Serna, señores, no inventó nada verdaderamente original, porque siempre ha habido refranes, aforismos, chistes, ocurrencias, metáforas ingeniosas... Este escritor no forjó, pues, otra cosa que una palabrita nueva, esa 'greguería' -que, por cierto, suena a 'griego', o a 'gresca'-, para referirse a algo tan viejo como el mundo".
     Y el rey Salomón y cualquiera de sus herederos tendrían razón...; aunque no toda... ¿Por qué no toda? Pues porque Gómez de la Serna fue tan creativo, su ingenio tan audaz, tan vivo, fértil y ocurrente, y tan extraordinaria su capacidad para unir la poesía con el humor, que logró renovar todo lo que antes era -pero no era- greguería. Por eso, para reconocer lo insólito de su ingenio, su nombre ha bastado para acuñar un adjetivo también contenido en el diccionario: "ramoniano". Lo ramoniano es, precisamente, el rasgo excepcional que convierte la greguería en un nuevo género.
    Las greguerías son, por tanto, únicas: nacen y mueren con Ramón. No obstante, como los haikus, como los microrrelatos, han creado escuela, porque en cierto modo carecen de edad: lo mismo pueden escribirlas muchachitos y muchachitas de trece años que viejecitos y viejecitas de 130.

     El orador es un raro y bonito documento audiovisual de la creatividad de este pionero, decisivo en la introducción de las vanguardias literarias durante las dos primeras décadas del siglo XX.