SIN
VUELTA ATRÁS
Nuria Ortiz Pérez-Ojeda

Y
allí estaba yo, colgado de una percha, durante toda la noche.
Sintiendo el calor de mi nueva casa y escuchando el sonido de las
ruedas de los coches pisando los charcos de la carretera. Yo sólo
podía sentir y escuchar. No podía ver, no podía oler, no podía
hablar. Y así iba a ser toda mi vida.
Únicamente llevaba en aquella acogedora casa cinco horas, y ya echaba de menos
mi hogar anterior. No sabía muy bien dónde me encontraba antes de
llegar a la casa de mi nueva dueña. Sólo sabía que ese lugar era
grande y siempre hacía frío. Se oían muchas risas de personas y
mucha gente nos tocaba y nos ponía en su cuello. Pero casi siempre
nos volvían a dejar en nuestra percha. Me gustaba más ese lugar
porque allí estaban mis amigos, y aunque no podía verlos ni
hablar con ellos, me encantaba que estuviéramos siempre muy
juntitos, sintiéndonos.
Nunca
creí que alguien me cogiera y que nunca me volviera a colgar. En ese
momento sentí miedo. Sentía unas manos calientes sujetándome,
hasta que me posó sobre un lugar duro y frío. Otra mano me cogió
para pasarme sobre un aparato que pitó cuando sintió mi etiqueta.
Esa misma persona me envolvió sobre un papel, mientras una voz dijo
alegremente: “Gracias”.
No
me acuerdo de lo que pasó después. Desperté en un lugar donde
hacía mucho calor y mucha gente gritaba y reía. Entonces escuché
una conversación entre dos chicas:
-Toma,
Celia, esto es para ti, es tu regalo de cumpleaños. Felices trece
años.
Una
persona de manos pequeñas me cogió y me puso en su cuello. Un
cuello suave y delgado. Celia sonrió y dijo “¡Gracias!”.
Así
ocurrió todo. Y así me encuentro aquí y ahora, colgado en una
percha, sin sentir la lana de mis amigos. Ese era yo: un pañuelo de
cuello, azul con puntitos blancos. Mi nueva compañera se llamaba
Celia Giménez. Lo sabía porque sentí cómo escribía su nombre en
mi etiqueta. Estaba deseando saber qué iba a pasar al día
siguiente, dónde iría a parar esta vez.
Empezó
a sonar un desagradable ruido. Como si se tratase de la alarma que
muchas veces sonaba en mi anterior hogar. Entonces la voz de Celia
dijo: “¡Ya voy, mamá!”. Sentí cómo se vestía. Empecé a
desesperarme. Entonces me cogió y me enrolló en su cuello. Poco
después noté cómo engullía una magdalena y se tomaba poco a poco
un vaso de leche caliente. Celia se despidió y bajó muy rápido las
escaleras. De repente empecé a sentir frío y escuché voces de
niños.
Sonó
otra especie de sirena y sentí cómo Celia subía unas escaleras
mientras miles de niños hablaban, gritaban y reían. Celia se sentó
en una silla y la voz de una mujer preguntó: “¿Celia Giménez?”.
Entonces ella respondió de inmediato: “Presente”.
¡Me
encontraba en un instituto! Había oído hablar de vez en cuando de
estos lugares donde los niños estudian.
-¡Qué
chulo el pañuelo, Celia!
-¡Felicidades
atrasadas!
-Eh,
Celia, ¿te apuntas a la fiesta de Sara en su casa?
Aquello
fue una marabunta de preguntas y abrazos. Celia pidió calma mientras
iba respondiendo uno a uno.
-¡Gracias,
me lo regaló mi tía ayer! Gracias, ¡tendrías que haber venido a
la fiesta, Sergio! Sí, iré a la fiesta, siempre y cuando mi madre
me deje. Ya sabes…
Nunca
había sentido el calor ni las voces de tantos niños, que parecían
muy simpáticos. Esto de mi nueva vida comenzaba a gustarme. No
estaba siendo como me imaginaba. De pronto, la voz de esa señora,
que intuyo que sería la maestra, soltó un silbido y todos se
sentaron en sus sitios. Entonces empezó a explicar un apasionante
tema sobre la Edad Media. Deseaba poder ver, ese era mi único deseo…
Horas
después acabaron las clases y Celia volvió a su casa. Su madre le
hizo un millón de preguntas, pero Celia sólo respondió las que
le interesaban.
-Entonces,
¿me dejas ir mami? –dijo con voz de niña buena.
-Siempre
y cuando a las nueve en punto estés de vuelta –contestó su
madre.
-¡Pero
mamá, si la fiesta comienza a esa hora!
-Entonces,
ni pensarlo.
Celia
corrió a su habitación y cerró la puerta. Su respiración era más
fuerte de lo habitual y pude notar cómo la irritaba que su madre le
prohibiera ir a la fiesta. Cogió su móvil y llamó a su amiga,
Laura.
-Al
final no voy; no contéis conmigo…
-Pero,
tía, que va a estar Sergio, y ya sabes, os gustáis y a lo mejor te
pide salir.
-Ya…
Mi madre, ya sabes…
-Mira,
dile a tu madre que te quedas en mi casa a dormir y arreglado. ¿Vale?
-¡De
acuerdo! ¡Gracias, Laura!
La
llamada se cortó y Celia le pidió a su madre quedarse esta noche a
dormir en casa de Laura, como recompensa de no ir a la fiesta. Su
madre le dio el visto bueno y la dejó. Celia de dio un beso y corrió
a arreglarse.
La
tarde de ese día se presentaba muy emocionante y yo no podía
faltar. Y así fue, Celia me volvió a enrollar en su cuello y
salimos a casa de Sara. Y el único deseo que tenía en mente, seguía
siendo el de tener ojos.
Celia
empezó a correr y yo sentía el aire mientras ella volaba como el
viento. Cuando de pronto oí el pitido de un coche y la carrera de
Celia cesó. Un grito salió de su boca. Sentí que había sido
derribada por algo que le había hecho rodar por el asfalto. Allí
nos encontrábamos ella y yo, en medio de la carretera. Cuando de
pronto dejé de sentir su respiración. Su cuello se volvió frío y
unos hombres gritaron: “¡Una ambulancia, de inmediato!”.
El
resto de la historia ya me la imaginaba. No hacía falta tener ojos
para deducirla. Semanas después del accidente, nadie me volvió a
acariciar ni me volvió a colgar en su cuello. Hasta que un día, una
mano muy familiar me cogió y me plegó. Comenzó a acariciar mi
tejido y sentí caer una tímida lágrima. Era ella, la madre de
Celia. Me guardó en una caja que nunca volvió a abrirse. Entonces
pensé que no siempre es bueno tener ojos. ¿Para qué tenerlos, si
solamente te van a servir para derramar lágrimas?
Se necesita mucha sensibilidad e imaginación para escribir una historia como esta, tan sencilla y, a la vez, tan intensa. Saludos,
ResponderEliminar