viernes, 6 de junio de 2014

SIN VUELTA ATRÁS


SIN VUELTA ATRÁS

Nuria Ortiz Pérez-Ojeda


Y allí estaba yo, colgado de una percha, durante toda la noche. Sintiendo el calor de mi nueva casa y escuchando el sonido de las ruedas de los coches pisando los charcos de la carretera. Yo sólo podía sentir y escuchar. No podía ver, no podía oler, no podía hablar. Y así iba a ser toda mi vida.
Únicamente llevaba en aquella acogedora casa cinco horas, y ya echaba de menos mi hogar anterior. No sabía muy bien dónde me encontraba antes de llegar a la casa de mi nueva dueña. Sólo sabía que ese lugar era grande y siempre hacía frío. Se oían muchas risas de personas y mucha gente nos tocaba y nos ponía en su cuello. Pero casi siempre nos volvían a dejar en nuestra percha. Me gustaba más ese lugar porque allí estaban mis amigos, y aunque no podía verlos ni hablar con ellos, me encantaba que estuviéramos siempre muy juntitos, sintiéndonos.
Nunca creí que alguien me cogiera y que nunca me volviera a colgar. En ese momento sentí miedo. Sentía unas manos calientes sujetándome, hasta que me posó sobre un lugar duro y frío. Otra mano me cogió para pasarme sobre un aparato que pitó cuando sintió mi etiqueta. Esa misma persona me envolvió sobre un papel, mientras una voz dijo alegremente: “Gracias”.
No me acuerdo de lo que pasó después. Desperté en un lugar donde hacía mucho calor y mucha gente gritaba y reía. Entonces escuché una conversación entre dos chicas:
-Toma, Celia, esto es para ti, es tu regalo de cumpleaños. Felices trece años.
Una persona de manos pequeñas me cogió y me puso en su cuello. Un cuello suave y delgado. Celia sonrió y dijo “¡Gracias!”.
Así ocurrió todo. Y así me encuentro aquí y ahora, colgado en una percha, sin sentir la lana de mis amigos. Ese era yo: un pañuelo de cuello, azul con puntitos blancos. Mi nueva compañera se llamaba Celia Giménez. Lo sabía porque sentí cómo escribía su nombre en mi etiqueta. Estaba deseando saber qué iba a pasar al día siguiente, dónde iría a parar esta vez.
Empezó a sonar un desagradable ruido. Como si se tratase de la alarma que muchas veces sonaba en mi anterior hogar. Entonces la voz de Celia dijo: “¡Ya voy, mamá!”. Sentí cómo se vestía. Empecé a desesperarme. Entonces me cogió y me enrolló en su cuello. Poco después noté cómo engullía una magdalena y se tomaba poco a poco un vaso de leche caliente. Celia se despidió y bajó muy rápido las escaleras. De repente empecé a sentir frío y escuché voces de niños.
Sonó otra especie de sirena y sentí cómo Celia subía unas escaleras mientras miles de niños hablaban, gritaban y reían. Celia se sentó en una silla y la voz de una mujer preguntó: “¿Celia Giménez?”. Entonces ella respondió de inmediato: “Presente”.
¡Me encontraba en un instituto! Había oído hablar de vez en cuando de estos lugares donde los niños estudian.
-¡Qué chulo el pañuelo, Celia!
-¡Felicidades atrasadas!
-Eh, Celia, ¿te apuntas a la fiesta de Sara en su casa?
Aquello fue una marabunta de preguntas y abrazos. Celia pidió calma mientras iba respondiendo uno a uno.
-¡Gracias, me lo regaló mi tía ayer! Gracias, ¡tendrías que haber venido a la fiesta, Sergio! Sí, iré a la fiesta, siempre y cuando mi madre me deje. Ya sabes…
Nunca había sentido el calor ni las voces de tantos niños, que parecían muy simpáticos. Esto de mi nueva vida comenzaba a gustarme. No estaba siendo como me imaginaba. De pronto, la voz de esa señora, que intuyo que sería la maestra, soltó un silbido y todos se sentaron en sus sitios. Entonces empezó a explicar un apasionante tema sobre la Edad Media. Deseaba poder ver, ese era mi único deseo…
Horas después acabaron las clases y Celia volvió a su casa. Su madre le hizo un millón de preguntas, pero Celia sólo respondió las que le interesaban.
-Entonces, ¿me dejas ir mami? –dijo con voz de niña buena.
-Siempre y cuando a las nueve en punto estés de vuelta –contestó su madre.
-¡Pero mamá, si la fiesta comienza a esa hora!
-Entonces, ni pensarlo.
Celia corrió a su habitación y cerró la puerta. Su respiración era más fuerte de lo habitual y pude notar cómo la irritaba que su madre le prohibiera ir a la fiesta. Cogió su móvil y llamó a su amiga, Laura.
-Al final no voy; no contéis conmigo…
-Pero, tía, que va a estar Sergio, y ya sabes, os gustáis y a lo mejor te pide salir.
-Ya… Mi madre, ya sabes…
-Mira, dile a tu madre que te quedas en mi casa a dormir y arreglado. ¿Vale?
-¡De acuerdo! ¡Gracias, Laura!
La llamada se cortó y Celia le pidió a su madre quedarse esta noche a dormir en casa de Laura, como recompensa de no ir a la fiesta. Su madre le dio el visto bueno y la dejó. Celia de dio un beso y corrió a arreglarse.
La tarde de ese día se presentaba muy emocionante y yo no podía faltar. Y así fue, Celia me volvió a enrollar en su cuello y salimos a casa de Sara. Y el único deseo que tenía en mente, seguía siendo el de tener ojos.
Celia empezó a correr y yo sentía el aire mientras ella volaba como el viento. Cuando de pronto oí el pitido de un coche y la carrera de Celia cesó. Un grito salió de su boca. Sentí que había sido derribada por algo que le había hecho rodar por el asfalto. Allí nos encontrábamos ella y yo, en medio de la carretera. Cuando de pronto dejé de sentir su respiración. Su cuello se volvió frío y unos hombres gritaron: “¡Una ambulancia, de inmediato!”.
El resto de la historia ya me la imaginaba. No hacía falta tener ojos para deducirla. Semanas después del accidente, nadie me volvió a acariciar ni me volvió a colgar en su cuello. Hasta que un día, una mano muy familiar me cogió y me plegó. Comenzó a acariciar mi tejido y sentí caer una tímida lágrima. Era ella, la madre de Celia. Me guardó en una caja que nunca volvió a abrirse. Entonces pensé que no siempre es bueno tener ojos. ¿Para qué tenerlos, si solamente te van a servir para derramar lágrimas?

1 comentario:

  1. Se necesita mucha sensibilidad e imaginación para escribir una historia como esta, tan sencilla y, a la vez, tan intensa. Saludos,

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