viernes, 6 de junio de 2014

PALABRAS QUE PUEDEN VOLAR


PALABRAS QUE PUEDEN VOLAR



   Todavía recuerdo mi primer día en un escaparate. Era un 26 de octubre de 1936. Los viandantes se paraban a contemplarme admirados, intentando atravesar el cristal con sus manos y observándome con la misma curiosidad que la nace en un niño cuando ve llover por vez primera.
   Y ahí estaba yo, encerrado en una caja transparente hasta que me compró un hombre de mediana edad, escuálido y sin mucho pelo. Se llamaba Ángelo Di Salvo, y era un afamado novelista
italiano de misterio. Con él descubrí tramas, amores, secretos y mentiras mientras presionaba con énfasis mis teclas.
  Cuando murió, mi dueño me dejó en herencia a su hijo, un niño mimado que se preparaba para presentarse a una oposición. Aquel tiempo tuve un trabajo cansado y aburrido: números que parecían jeroglíficos, palabras extrañas que no conocía... Al poco tiempo de estar con él, se arruinó y se vio obligado a venderme a una vieja señora.
   Ella solía instalarse en un mercadillo de baratijas y cacharros, donde me expuso también a mí. Y donde sigo. Estoy comenzando a perder la esperanza de que alguien me compre...
   -Perdone, ¿esa preciosa máquina de escribir funciona? -pregunta una mujer de no más de treinta años, con una melodiosa voz.
   -Cariño, todo lo que yo vendo es de primerísima calidad; funciona, y no se estropea a no ser que la golpees contra el suelo. Eso sí, barato no te saldrá, chiquilla-. Aquella señora es de armas tomar. Se notaba que había vivido del trapicheo toda su vida.
    -Oh, entonces... No sé si podré permitírmelo...Tome, solo tengo esto -la joven le muestra algunas sucias monedas.
    -¡Ay, chiquilla! Con esto no tienes ni para la mitad de este cacharro, pero, como te veo muy apurá, cógelo, es tuyo.
    -¡Mil gracias! -la bella mujer me toma entre sus cálidos brazos. Comienza a caminar con un andar alegre marcado por la música de sus tacones, y mientras sus dorados rizos bailan al son del viento. Es feliz. Y yo también.
    Al llegar a su casa, la muchacha me posa delicadamente en una robusta mesa de ébano, se sienta en un taburete y comienza a pulsar mis teclas. Mientras escribe, unas pequeñas lágrimas brotan de sus ojos y su expresión afligida le hace parecer mucho más vieja. Ahora ya no es la misma mujer con la radiante sonrisa del mercadillo. Intrigado por conocer el contenido de la carta que escribe, lo leo:

     “Querido Darío:
   ¿Estás bien? Las cosas por aquí no están mejorando. Espero que tú no tengas que estar luchando, y aunque sé que tu valentía te lo permite, no lo hagas por mí. Por nosotros. Para que cuando acabe esta maldita guerra podamos volver a estar juntos.
      Besos de Madrid a Tolouse,
      Elena.”
    
     Conque por eso necesitaba a alguien como yo, para comunicarse con su amado en el exilio.
     Ahora, cada día, Elena siempre escribe en mí con lágrimas en los ojos mientras mira al vacío. Más tarde, introduce la carta en un sobre que sella con un dulce beso carmín.
     Por fin me vuelvo a sentir útil, útil por ser el cristal que rasga las fronteras de la guerra, útil por poder ser algo más que una máquina sin corazón.


     Han pasado unos años. Es 1939 y  mi dueña cada vez me utiliza menos. Estas últimas semanas ha estado ansiosa y radiante, como si hubiera pasado un crucial acontecimiento y esperara algo que no sé lo que es.
     Acaban de llamar a la puerta. Elena, con cara de sorpresa, se gira y se arregla rápidamente frente al espejo intentando arreglar los mechones rebeldes de su cabello y los pliegues mal doblados de su vestido.
     Abre, y allí está él. Nunca lo he visto en persona, pero no cabe duda: aquel hombre alto, corpulento, con la ropa hecha jirones y heridas en el rostro es Darío. Por un momento, Elena y él se quedan petrificados, mirándose uno al otro, hasta que apasionadamente se funden en un emotivo abrazo. Por fin todo había acabado.
     Ahora mi dueña ya no me suele utilizar, pero la veo cada día con una sonrisa que ilumina todo el vecindario.
     Ayer, se acercó a mí y susurró:
     -Gracias por haber hecho que mis palabras puedan volar.





Susana Alapont















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