LA
METAMORFOSIS

Gregorio
estaba tumbado en la cama, sin saber qué hacer, pensando cómo podía
evitar que su familia lo descubriera. Miró a un lado, concretamente
al reloj. Eran las 7:15 de la mañana; sabía perfectamente que no
iba a llegar a su trabajo. Después miró a la ventana. Una fuerte
tormenta que caía en ese mismo instante lo puso
más nervioso. Y luego estaba esa incómoda herida en su costado
derecho.
Los
problemas para Gregorio aumentaban.
Todo se juntó esa misma mañana, en la que descubrió, después de
un inquietante sueño, que se había
convertido en un insecto repugnante de cáscara oscura y de largas y
finas extremidades.
Durante
unos cinco segundos cerró los ojos, se tranquilizó y reflexionó.
Él sabía que nada iba a conseguir si continuaba
nervioso. Se olvidó de su trabajo. Por un día que no fuera a
trabajar, no creyó que pasara nada. Lo que sí que ocurría era que
él era, de su familia, el único que trabajaba. Su familia dependía
económicamente de él. Pero no quiso recordar todo esto y se olvidó
por una vez de su trabajo.
Después
de poner su mente en blanco, lo primero que hizo fue buscar ideas. ¿Y
si intento darme la vuelta por el lado contrario a mi herida? ¿Y si
comienzo a saltar continuamente de arriba abajo en el colchón hasta
conseguir darme la vuelta? ¿Y si en realidad tengo alas e intento
volar hacia arriba? En ese momento su cabeza solo buscaba respuestas
a cómo salir de ese colchón que comenzaba a hacerse pesado para él.
Entonces
pensó en probar todas aquellas ideas: “Alguna tiene que
funcionar”, meditó él.
Entonces comenzó a girarse al lado izquierdo, contrario al de su
herida. Descubrió que no conseguía nada. Entonces
movió de arriba abajo su cuerpo intentando elevarlo e
invertirlo. Pero tampoco funcionó. Solo le
quedaba probar algo que en su vida creía que iba a poder hacer:
volar. Él no conocía la forma de hacerlo.
Ni siquiera sabía si tenía alas. Pero en esos momentos, todo valía
para él.
Comenzó
a saltar en el colchón, cada vez que su cáscara no rozaba con las
sábanas intentaba alzar las
hipotéticas alas que intuía
tener. Él no se rendía. Era parecido a conseguir crear fuego
frotando dos palos: resultaba
imposible. Siguió, siguió el mismo ritual hasta que lo logró.
Su cuerpo flotaba en el aire, era como estar en las nubes, como si un
sueño se apoderara de su alma e hiciera real el hecho de volar. Al
principio no controlaba su vuelo, naturalmente. En sus tímidos
veinte años, Gregorio nunca había volado.
Pasaron
unos minutos, Gregorio seguía dando vueltas por el techo de su
cuarto hasta conseguir controlarse a él mismo. Y, por fin, alcanzó
su propósito. Descendió lentamente, hasta que
sus extremidades tocaron el frío suelo de su habitación.
Por
primera vez aquella mañana el corazón de Gregorio sonrió. ¡Por
fin había conseguido salir de su cama! Entonces descubrió unos
pasos que iban acercándose cada vez más a la puerta de su cuarto.
Intuyó que eran de su madre. (Como
todo hijo que vive con sus padres más de veinte años, uno conoce la
forma de andar de cada miembro de su familia).
Su
madre andaba rápido y arrastrando la suela de sus zapatillas por el
pasillo. Siempre decía que arrastraba los pies porque le pesaba el
cuerpo. Su forma de andar era inconfundible
para el joven Gregorio.
En
fin, ella abrió la puerta y vio su cama sin hacer y la ventana
abierta. Pensó que
Gregorio llegaba tarde a su trabajo. Entonces volvió a la cocina y
siguió haciendo la comida.
Gregorio
se escondió detrás de la puerta con el fin de que su madre no lo
descubriera. Tras aquel angustioso momento, Gregorio se preguntó:
“¿Les digo que me he
convertido en esto? No, no puedo hablar. ¿Salgo volando por la
ventana? No, con tormenta me sería difícil. Entonces… ¿qué
hago?”. Su mente estaba llena de ideas imposibles.
Dio
vueltas y vueltas a su cuarto, observando todo lo que tenía allí
dentro, por si le venía alguna solución.
Fue entonces cuando vio una antigua fotografía llena de polvo, en la
que se podía observar a cuatro personas sonriendo. Gregorio
reconoció en seguida aquel retrato. Esa fotografía se la hicieron
su familia y él cinco años atrás cuando
fueron a conocer Italia un agosto.
Siintió nostalgia y envidia y pensó: “¿Quién no desearía
repetir los buenos momentos con su
familia una y otra vez?”. Observó la foto durante unos minutos,
reflexionó: “Mi familia no me puede ver así. Pero, ¿voy a estar toda la vida ocultando mi verdadero rostro?
Esto se tiene que acabar, estoy seguro de que estoy en otra vida,
esto es un sueño del que pienso que nunca voy a salir. Pero todo
está en mi cabeza. Me tengo que despertar de alguna forma”.
Observó
la ventana de su cuarto. Continuaba abierta. Subió por la blanca
pared de su habitación y se arrimó al alféizar. Observó aquella
antigua fotografía y se dijo a sí mismo, como si estuviera
verdaderamente hablando en voz alta: “Si esto es un sueño, os
volveré a ver pronto, muy pronto. Y si verdaderamente he sido
convertido en un repugnante insecto, gracias por hacerme feliz
durante estos años. Gracias por hacer de cada día una lección
nueva. Y gracias por hacer de todos estos años,
recuerdos inolvidables que permanecerán clavados en mi corazón para
siempre”.
Cerró
los ojos, pensó en todos aquellos recuerdos y sin desplegar sus
pequeñas alas, se tiró.
¿Fue
un sueño? Pues como bien pensó Gregorio, no. No fue un sueño del
que él deseó despertar. ¿Qué fue? ¿Verdaderamente se convirtió
en un insecto? No. Simplemente fueron imaginaciones de su mente. Todo
lo que ocurrió aquella mañana, eran fantasías de Gregorio, cada
noche soñaba con esos extraños pensamientos. Nadie supo por qué.
Pero esas ilusiones se apoderaron de su mente, hasta conseguir que
hiciera lo que hizo aquel día.
Da
pena, sí. Pero al menos supimos que, aunque sus fantasías se
apoderaron de él, Gregorio acabó su existencia acompañado por los únicos e
irremplazables recuerdos que nunca se olvidan: los que vivió con su
familia.
Nuria Ortiz Pérez-Ojeda
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