martes, 3 de junio de 2014

UN DESPERTAR INSÓLITO


LA METAMORFOSIS






Gregorio estaba tumbado en la cama, sin saber qué hacer, pensando cómo podía evitar que su familia lo descubriera. Miró a un lado, concretamente al reloj. Eran las 7:15 de la mañana; sabía perfectamente que no iba a llegar a su trabajo. Después miró a la ventana. Una fuerte tormenta que caía en ese mismo instante lo puso más nervioso. Y luego estaba esa incómoda herida en su costado derecho.

Los problemas para Gregorio aumentaban. Todo se juntó esa misma mañana, en la que descubrió, después de un inquietante sueño, que se había convertido en un insecto repugnante de cáscara oscura y de largas y finas extremidades.

Durante unos cinco segundos cerró los ojos, se tranquilizó y reflexionó. Él sabía que nada iba a conseguir si continuaba nervioso. Se olvidó de su trabajo. Por un día que no fuera a trabajar, no creyó que pasara nada. Lo que sí que ocurría era que él era, de su familia, el único que trabajaba. Su familia dependía económicamente de él. Pero no quiso recordar todo esto y se olvidó por una vez de su trabajo.

Después de poner su mente en blanco, lo primero que hizo fue buscar ideas. ¿Y si intento darme la vuelta por el lado contrario a mi herida? ¿Y si comienzo a saltar continuamente de arriba abajo en el colchón hasta conseguir darme la vuelta? ¿Y si en realidad tengo alas e intento volar hacia arriba? En ese momento su cabeza solo buscaba respuestas a cómo salir de ese colchón que comenzaba a hacerse pesado para él.

Entonces pensó en probar todas aquellas ideas: “Alguna tiene que funcionar”, meditó él. Entonces comenzó a girarse al lado izquierdo, contrario al de su herida. Descubrió que no conseguía nada. Entonces movió de arriba abajo su cuerpo intentando elevarlo e invertirlo. Pero tampoco funcionó. Solo le quedaba probar algo que en su vida creía que iba a poder hacer: volar. Él no conocía la forma de hacerlo. Ni siquiera sabía si tenía alas. Pero en esos momentos, todo valía para él.

Comenzó a saltar en el colchón, cada vez que su cáscara no rozaba con las sábanas intentaba alzar las hipotéticas alas que intuía tener. Él no se rendía. Era parecido a conseguir crear fuego frotando dos palos: resultaba imposible. Siguió, siguió el mismo ritual hasta que lo logró. Su cuerpo flotaba en el aire, era como estar en las nubes, como si un sueño se apoderara de su alma e hiciera real el hecho de volar. Al principio no controlaba su vuelo, naturalmente. En sus tímidos veinte años, Gregorio nunca había volado.

Pasaron unos minutos, Gregorio seguía dando vueltas por el techo de su cuarto hasta conseguir controlarse a él mismo. Y, por fin, alcanzó su propósito. Descendió lentamente, hasta que sus extremidades tocaron el frío suelo de su habitación.

Por primera vez aquella mañana el corazón de Gregorio sonrió. ¡Por fin había conseguido salir de su cama! Entonces descubrió unos pasos que iban acercándose cada vez más a la puerta de su cuarto. Intuyó que eran de su madre. (Como todo hijo que vive con sus padres más de veinte años, uno conoce la forma de andar de cada miembro de su familia).

Su madre andaba rápido y arrastrando la suela de sus zapatillas por el pasillo. Siempre decía que arrastraba los pies porque le pesaba el cuerpo. Su forma de andar era inconfundible para el joven Gregorio.

En fin, ella abrió la puerta y vio su cama sin hacer y la ventana abierta. Pensó que Gregorio llegaba tarde a su trabajo. Entonces volvió a la cocina y siguió haciendo la comida.

Gregorio se escondió detrás de la puerta con el fin de que su madre no lo descubriera. Tras aquel angustioso momento, Gregorio se preguntó: “¿Les digo que me he convertido en esto? No, no puedo hablar. ¿Salgo volando por la ventana? No, con tormenta me sería difícil. Entonces… ¿qué hago?”. Su mente estaba llena de ideas imposibles.

Dio vueltas y vueltas a su cuarto, observando todo lo que tenía allí dentro, por si le venía alguna solución. Fue entonces cuando vio una antigua fotografía llena de polvo, en la que se podía observar a cuatro personas sonriendo. Gregorio reconoció en seguida aquel retrato. Esa fotografía se la hicieron su familia y él cinco años atrás cuando fueron a conocer Italia un agosto.

Siintió nostalgia y envidia y pensó: “¿Quién no desearía repetir los buenos momentos con su familia una y otra vez?”. Observó la foto durante unos minutos, reflexionó: “Mi familia no me puede ver así. Pero, ¿voy a estar toda la vida ocultando mi verdadero rostro? Esto se tiene que acabar, estoy seguro de que estoy en otra vida, esto es un sueño del que pienso que nunca voy a salir. Pero todo está en mi cabeza. Me tengo que despertar de alguna forma”.

Observó la ventana de su cuarto. Continuaba abierta. Subió por la blanca pared de su habitación y se arrimó al alféizar. Observó aquella antigua fotografía y se dijo a sí mismo, como si estuviera verdaderamente hablando en voz alta: “Si esto es un sueño, os volveré a ver pronto, muy pronto. Y si verdaderamente he sido convertido en un repugnante insecto, gracias por hacerme feliz durante estos años. Gracias por hacer de cada día una lección nueva. Y gracias por hacer de todos estos años, recuerdos inolvidables que permanecerán clavados en mi corazón para siempre”.

Cerró los ojos, pensó en todos aquellos recuerdos y sin desplegar sus pequeñas alas, se tiró.

¿Fue un sueño? Pues como bien pensó Gregorio, no. No fue un sueño del que él deseó despertar. ¿Qué fue? ¿Verdaderamente se convirtió en un insecto? No. Simplemente fueron imaginaciones de su mente. Todo lo que ocurrió aquella mañana, eran fantasías de Gregorio, cada noche soñaba con esos extraños pensamientos. Nadie supo por qué. Pero esas ilusiones se apoderaron de su mente, hasta conseguir que hiciera lo que hizo aquel día.

Da pena, sí. Pero al menos supimos que, aunque sus fantasías se apoderaron de él, Gregorio acabó su existencia acompañado por los únicos e irremplazables recuerdos que nunca se olvidan: los que vivió con su familia.
Nuria Ortiz Pérez-Ojeda

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