El botón

Ya
no recuerdo ni dónde estoy, seguramente atrapado en algún callejón oscuro o en
el fondo de un sucio contenedor. Hasta hace tres semanas, yo era un reluciente
botón rojo recién salido de fábrica y dispuesto para sujetar la chaqueta de una
de esas gigantescas criaturas, a las que
llamábamos personas. Recuerdo claramente el trayecto en el camión, camino de
los almacenes de ropa, despidiéndome de todos mis amigos y familiares, ya que
íbamos a tomar caminos muy diferentes.
Nada más llegar al almacén, un
dependiente alto, con el pelo corto de color negro oscuro, ojos castaños y una
radiante sonrisa en la cara, cogió la fina chaqueta a la que yo estaba
enganchado y la colgó junto a otras del mismo tipo. La mía era una talla M, de
color marrón, que contrastaba muy bien con el rojo de los botones.
Estuve cinco días atrapado en ese almacén, hasta que, por fin, una niña de aproximadamente unos nueve años con el pelo de color marrón claro y ojos grises, acompañada de su madre, a la que no se parecía mucho, se acercó y seleccionó la chaqueta donde yo estaba sujeto. Me sacaron de allí y me llevaron a su casa, un hogar cálido y espacioso. Al llegar, me guardaron en un armario situado en la que debía ser la habitación de la niña, ya que estaba llena de pósteres de cantantes famosos y las paredes estaban pintadas de rosa claro.
Pasé varios días en ese oscuro armario lleno de ropa de niña mimada. Cada vez que las puertas se abrían, me alegraba pensando que finalmente me sacarían de ahí para usarme por primera vez, pero nunca llegaba ese momento. Hasta que un día, cuando ya empezaba a perder la paciencia y desesperarme pensando que ya no saldría, se abrió la puerta de aquel inmenso guardarropa y por fin cogieron la chaqueta de la que yo formaba parte y la sacaron para estrenarla. La joven muchacha se la puso, abrochó los botones con sus delicadas y suaves manos y se dispuso junto a su madre a salir a la calle.
La niña era muy agradable y simpática, pero a la vez era muy desordenada, así que lo primero que hizo cuando regresamos de aquel grato paseo fue sacarse la chaqueta y dejarnos tirados por el suelo de su habitación. Unos minutos después de que la niña saliera, una criatura que yo jamás había visto entró en el cuarto. Caminaba sobre las cuatro patas y tenía el cuerpo cubierto de un pelaje de color marrón claro y, en la parte trasera de su cuerpo, una pequeña cola que no dejaba de mover. Tenía aspecto inocente, pero nada más ver la chaqueta tirada en el suelo se abalanzó sobre ella y empezó a morder los botones. En ese momento, la madre y la hija entraron en la habitación y comenzaron a reírse mientras esa terrible bestia intentaba arrancarme de la prenda. Para cuando la madre y la niña empezaron a preocuparse por el estado de la ropa e intentaron parar a ese animal, ya era demasiado tarde: aquel monstruo consiguió arrancarme de lo que yo ya consideraba parte de mi cuerpo.
Una mano abrió las fauces de aquella bestia, era la niña. Nada más sacarme de aquella húmeda y oscura cueva, al estar mojado de las babas, la niña me lanzó por los aires con cara de asco. Fui a parar a la repisa de una ventana que daba a su habitación y me quedé rodando en el borde de esta. Estaba solo a unos milímetros de una caída de aproximadamente unos treinta metros. La niña se lanzó rápidamente a salvarme, pero no llegó a tiempo, una fuerte ráfaga de aire me lanzó volando sin rumbo. Caí solo unos metros más allá de la casa donde ella vivía, pero sabía que ya nadie bajaría por mí.
Pasé varios días arrastrado por los fuertes vientos, chocando contra las fachadas de muchos edificios desgastando mi fuerte color rojo y rompiéndome poco a poco hasta llegar hasta donde estoy ahora. En un lugar solitario y oscuro sin saber qué hacer. Solo espero que algún día alguien me encuentre y me saque de aquí.
Estuve cinco días atrapado en ese almacén, hasta que, por fin, una niña de aproximadamente unos nueve años con el pelo de color marrón claro y ojos grises, acompañada de su madre, a la que no se parecía mucho, se acercó y seleccionó la chaqueta donde yo estaba sujeto. Me sacaron de allí y me llevaron a su casa, un hogar cálido y espacioso. Al llegar, me guardaron en un armario situado en la que debía ser la habitación de la niña, ya que estaba llena de pósteres de cantantes famosos y las paredes estaban pintadas de rosa claro.
Pasé varios días en ese oscuro armario lleno de ropa de niña mimada. Cada vez que las puertas se abrían, me alegraba pensando que finalmente me sacarían de ahí para usarme por primera vez, pero nunca llegaba ese momento. Hasta que un día, cuando ya empezaba a perder la paciencia y desesperarme pensando que ya no saldría, se abrió la puerta de aquel inmenso guardarropa y por fin cogieron la chaqueta de la que yo formaba parte y la sacaron para estrenarla. La joven muchacha se la puso, abrochó los botones con sus delicadas y suaves manos y se dispuso junto a su madre a salir a la calle.
La niña era muy agradable y simpática, pero a la vez era muy desordenada, así que lo primero que hizo cuando regresamos de aquel grato paseo fue sacarse la chaqueta y dejarnos tirados por el suelo de su habitación. Unos minutos después de que la niña saliera, una criatura que yo jamás había visto entró en el cuarto. Caminaba sobre las cuatro patas y tenía el cuerpo cubierto de un pelaje de color marrón claro y, en la parte trasera de su cuerpo, una pequeña cola que no dejaba de mover. Tenía aspecto inocente, pero nada más ver la chaqueta tirada en el suelo se abalanzó sobre ella y empezó a morder los botones. En ese momento, la madre y la hija entraron en la habitación y comenzaron a reírse mientras esa terrible bestia intentaba arrancarme de la prenda. Para cuando la madre y la niña empezaron a preocuparse por el estado de la ropa e intentaron parar a ese animal, ya era demasiado tarde: aquel monstruo consiguió arrancarme de lo que yo ya consideraba parte de mi cuerpo.
Una mano abrió las fauces de aquella bestia, era la niña. Nada más sacarme de aquella húmeda y oscura cueva, al estar mojado de las babas, la niña me lanzó por los aires con cara de asco. Fui a parar a la repisa de una ventana que daba a su habitación y me quedé rodando en el borde de esta. Estaba solo a unos milímetros de una caída de aproximadamente unos treinta metros. La niña se lanzó rápidamente a salvarme, pero no llegó a tiempo, una fuerte ráfaga de aire me lanzó volando sin rumbo. Caí solo unos metros más allá de la casa donde ella vivía, pero sabía que ya nadie bajaría por mí.
Pasé varios días arrastrado por los fuertes vientos, chocando contra las fachadas de muchos edificios desgastando mi fuerte color rojo y rompiéndome poco a poco hasta llegar hasta donde estoy ahora. En un lugar solitario y oscuro sin saber qué hacer. Solo espero que algún día alguien me encuentre y me saque de aquí.
Javier Coves Toral
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