IMPOTENCIA
Guardada en
un confortable estuche de piel: ese era mi hogar. Pasaba mucho tiempo allí,
descansando, entre la fina tela de raso que me envolvía tiernamente.
De vez en
cuando me sacaban de mi estuche, me mojaban en la tinta de color azabache y
empezaba a escribir sobre el papel.
Mi dueño,
Roberto Isla, era un hombre de negocios muy atareado y bastante endeudado.
Siempre andaba con prisas y no tenía tiempo para hacer bailar una vieja pluma.
A pesar de que no me utilizaba demasiado, me tenía mucho aprecio ya que fui un
regalo de su mujer, Estela. A ella le encantaba yo porque afirmaba que podía
presumir de un trazo fino y delicado.
Era una
fría tarde de invierno cuando ella me sacó del estuche a toda prisa, arrancó
una hoja de papel, mojó en la tinta y empezó a escribir. Yo no podía imaginar
lo que Estela estaba anotando en la hoja; estaba asombrada de que realmente lo
hubiera hecho. De repente unas lágrimas cayeron en el papel. Acabó de escribir y
no puso su nombre ni el de la persona a la que le iba a entregar la nota.
No me
volvió a guardar en mi estuche, tenía mucha prisa por entregarla. Me quedé
expectante sobre el escritorio. La cogió, la metió en su bolso y, antes de salir
por la puerta, la nota cayó al suelo. Ella no se dio cuenta y cerró la puerta. Si supiese que
se la había dejado allí olvidada… Me encantaría poder habérselo dicho, pero esa
es una de las cualidades que no poseía.
Allí estaba
yo esperando a que Roberto llegara del trabajo. No tardaría mucho y así pronto
me enteraría del contenido de esa nota.
De repente
el estruendo que dio con la puerta me confirmó su llegada. Roberto fue directo
a su despacho (donde estaba yo) con la nota entre las manos, se sentó, la
examinó y empezó a leerla en voz alta: “No podemos seguir juntos, mi marido lo
descubrirá tarde o temprano”.
De repente él
exclamó:
-Así que un amante, eh… Pues se va a
enterar.
Roberto
arrancó una hoja idéntica a la de su mujer, me cogió y empezó a escribir:
“Cómo vuelvas a ver a mi mujer, en pocos días estarás
criando malvas”.
Cogió la
nota, la dobló igual que la otra y la dejó donde se había encontrado la de su
mujer. Él volvió a su despacho y se quedó esperando su llegada.
No tardó mucho, y al entrar la recogió del
suelo y se fue rápidamente. Roberto salió al corredor y vio que su mujer se
había llevado la nota, esbozó una sonrisa y entró al despacho.
Al día
siguiente Estela no sospechó de su marido, y yo sentía impotencia por no poder
decirle que pronto su amante moriría. Conociendo a Roberto, lo mataría aunque
dejaran de verse.

Alba Gomis Román
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