MEJOR, IMPOSIBLE
Nuria Ortiz Pérez-Ojeda
Cómo
echaba de menos mis días allí, en Galicia, oliendo a tierra mojada, sintiendo
esas heladas gotas que rebotaban en mi tejido y escuchando el sonido que hacían
las chanclas de los niños, cuando iban corriendo a refugiarse. La lluvia. Sí,
esa era la definición perfecta. Para muchos seres humanos, escuchar esta
palabra iba a significar otro día sin salir de casa. Pero para mí supondría
otra de esas tardes tan maravillosas en la playa. “¿Por qué tiene que llover
siempre en verano?”. Esta frase la habré escuchado decir a los niños como unas cien veces. Pero la
lluvia —y
hacedme caso— es el fenómeno más bello que nos ha regalado la Tierra.
¡Es agua que cae del cielo! ¿Puede haber algo más increíble que eso?
Bueno, como antes decía, echaba de
menos esas refrescantes tardes de verano con ella: Nerea Vázquez. Ella era alta
y delgada, de piel no demasiado morena y pelo castaño. Estaba estudiando Medicina en la universidad de Vigo.
Cuando
Nerea necesitaba despejarse, elegía cualquier tarde que fuese a llover y nos
íbamos a la playa. Desde allí observábamos el horizonte de un mar en calma.
Ella se relajaba cerrando los ojos y escuchando el maravilloso sonido del mar,
mientras yo disfrutaba mirando al cielo y las gotas rebotaban sin parar en mi
cuerpo. No me importaba mojarme, en realidad me encantaba. Ese era nuestro don:
impedir que se mojase nuestro dueño. Era un sacrificio, pero así éramos
nosotros. No creo que haga falta
decir qué soy, pero por si alguien no ha estado escuchando mi apasionante
historia, soy un paraguas. Sí, un paraguas desplegable de color azul oscuro.
Resulta que un día Nerea me guardó
en un bolsillo de su maleta y, cuando me volvió a sacar, ya no me encontraba en
Galicia, sino en Sevilla. La buena noticia de esta inesperada mudanza era que
Nerea ya estaba haciendo prácticas en un hospital de Sevilla. Lo malo es que aquí no llueve ni en invierno. Y
aquí, exactamente aquí me encuentro ahora: en el fondo de un viejo armario que
además huele mal. Hace ya dos meses que no veo la luz del sol, y este hecho
resulta ya un poco desesperante.
—Como esté otro mes sin
llover terminarás en la basura —dijo el neceser con esa
voz de burla que tanto le gusta poner.
—¡Sí, terminarás
solito y abandonado! —dijo el chaquetón de Nerea soltando una
risa malévola.
El armario se llenó de risitas y
cuchicheos entre todas las prendas de ropa. Me fui a uno de los rincones del
armario y recapacité: “¡Todos se han puesto en mi contra! Es una trampa, me
quieren echar entre todos… ¡Alto! ¿Qué hago pensando en tonterías cuando mi
verdadero problema es que Nerea ya no me usa? Es la triste realidad, pero estas
cosas se dicen: ¡tengo prácticamente los días contados!”.
Intenté dormir, aunque era
imposible. Fue una de las peores noches de mi vida. Ya nada valía, todos esos
recuerdos en Galicia, todos esos momentos… Me dio la sensación de que Nerea ya
los había olvidado.
Pero,
ya conoces el dicho: todo ocurre cuando menos te lo esperas. Esa misma mañana,
cuando para mí ya nada tenía sentido, Nerea abrió el armario y cogió su
chaqueta, sus vaqueros y su jersey. Entonces pude escuchar ese sonido tan
familiar de las gotas cuando se rompen al chocar contra el alféizar de la
ventana. Me asomé desde la puerta entornada del armario y sí, por fin, después
de dos eternos meses, ¡estaba lloviendo! Puede que ese fuese el mejor momento
de mi vida. Me preparé y, por fin, Nerea me cogió. Me llevó en la mano hasta
bajar por las escaleras, abrió la puerta para salir a la calle y, triunfante,
pude desplegarme y sentir por fin las gotas que me mojaron entero.
No
era tan feliz desde hacía tiempo, pero no iba a ser todo bueno: de repente una
fuerte ráfaga de aire permitió que Nerea me soltara y saliera volando dando
botes por la acera. Finalmente, choqué contra el tronco de un árbol y me paré
en seco. Afortunadamente, Nerea corrió a rescatarme. ¡Qué mal lo pasé! Casi
preferí haberme quedado en el armario, porque todo el paseíto fue igual.
Por
fin Nerea decidió regresar al hotel. A mí me dejó secándome en la bañera y ella
se fue a cenar. Pasé la noche entera allí, hasta que a la mañana siguiente
Nerea me cogió, me plegó y me volvió a dejar allí tirado, en mi habitual rincón
del armario.
Días
y noches, semanas y meses, y Nerea ya ni me miraba al abrir el armario. ¡Otra
vez igual! ¿Por qué a mí? ¡Con lo bueno que soy yo! ¿Por qué?... Mis compañeros
del armario ya se empezaban a cansar de mí. Temía que, entre todos, hicieran un plan y una noche
cualquiera me pegaran una paliza hasta matarme. Pero, extrañamente, ya no se
metían conmigo, ya no me insultaban. ¡Menos mal que consiguieron entender lo
que sentía! En Galicia llueve mucho y al final te acostumbras…
Pero
esto se acabó, un día dejé de lamentarme y decidí esperar. Justo ese día Nerea
me metió en la maleta con la que vinimos hasta aquí, y junto a mí, toda su
ropa. El viaje en aquella maleta duró, duró bastante. Hasta que, no me acuerdo
cuántas horas, ella abrió la maleta y organizó su ropa de nuevo en otro
armario. Cuando ya pensaba que nos habíamos mudado a otro lugar en el que
tampoco llovía y que iba a volver a mi rincón del armario, Nerea me cogió y me
dejó encima de una silla, al lado de su cama. En esa misma silla dejó colgada
su chaqueta y en el suelo sus habituales botas oscuras.
Al
día siguiente, se puso sus botas, su chaqueta, y a mí me llevó todo el rato en
la mano hasta bajar a la calle. Una vez abajo me desplegó y, de nuevo, sentí
unas gotas diferentes, pero refrescantes. Me preguntaba dónde estábamos, hasta
que me enteré.
Nerea
Vázquez, mi compañera, consiguió aprobar las oposiciones en la universidad de
Sevilla y le dieron un trabajo fijo en un hospital de Londres. Ahora todo es
perfecto, ella es oficialmente la médica de un hospital de Londres, y yo salgo
a pasear todos los días con Nerea. Aquí llueve diariamente, ya no me importa si
alguna vez no lo hace, porque ahora sé que vuelvo a pertenecer a la vida de mi
dueña. Ahora sí: puedo decir que mejor, imposible.
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