Metamorfosis
Me di cuenta de que llegaba tarde a
trabajar. Me asusté mucho por si me despedían. ¡No podía perder ese trabajo!
Gracias a él comíamos toda la familia. Así que no me quedé ahí acostado.
Intenté levantarme de nuevo pero fue en vano. Me era imposible incorporarme
dado mi nuevo aspecto. Entonces me acordé de mi familia, mi madre y mi padre.
Estaban en casa. Pensé en llamarles, pero se llevarían un buen susto al ver a un
escarabajo gigantesco acostado bocarriba en la cama de su hijo, así que descarté
esa opción. Estuve un rato pensando qué podía hacer y solo se me ocurrió una
cosa: tratar de desplegar las alas para poder incorporarme. Así lo hice. Estuve
un buen rato intentándolo, y al final funcionó. Ya estaba con las finas y cortas
patas sobre el suelo. Pero vi otro obstáculo en mi camino: la puerta estaba
cerrada y las ventanas también. No sabía qué hacer, estaba perdido. Nada más se me
ocurrió una cosa: golpearla con la gran cornamenta que tenía mi nuevo aspecto.
Le di tan fuerte que rompí el pomo y la puerta se abrió, sí, pero hice demasiado ruido, ya que oí a mi madre decir: "¿Qué haces, Gregorio?". Y seguidamente oí sus pasos venir hacia mi paradero. Estaba muy asustado y no sabía qué hacer. Lo único que me pareció lógico fue salir corriendo de allí, huir y que mi madre pensara que ese escarabajo gigante que salía del cuarto de su hijo se había comido a su Gregorio, o bien que todo había sido un sueño. Así que lo que hice fue salir corriendo. Pero llegué a la puerta y estaba cerrada, me abalancé sobre ella y la tiré abajo. Una vez fuera de esa casa (que nunca me había puesto tantos obstáculos para salir) desplegué mis alas y empecé a volar hacia el trabajo.
Jamás había sentido la libertad que estaba sintiendo ahora, mientras volaba. Me sentía libre, me sentía vivo, en parte porque nunca había volado sin avión. Volando me di cuenta de que ir al trabajo carecía de sentido, ya que era un escarabajo de quinientos quilos que no podía hablar... De repente me sentí perdido, sin hogar al cual volver, sin trabajo, sin rumbo… No sabía qué hacer. Entonces me acordé de mis amigos, pensé en ir a sus casas, pero ninguno entendería lo que me sucedía. Luego se me ocurrió ir a la policía a ver qué pasaba, pero no. Me vi donde estaba en ese momento. Estaba volando, volando por el cielo como un pájaro o un insecto (nunca mejor dicho). Entonces decidí qué hacer, volar y volar hasta que las alas me fallaran, y ver el mundo desde otra perspectiva.
Estuve volando durante dos días, y no paré porque las alas me fallasen, sino porque vi un lugar que parecía sacado de un cuento de hadas. Me decidí, pues, a bajar. Cuando toqué la superficie, me quedé más impresionado aún. Era como un prado, cubierto por una hierba verde y húmeda; también había un enorme lago de aguas cristalinas donde se veía el fondo, algas y peces nadando a sus anchas. Pero lo que más me llamó la atención no fue todo eso, sino un árbol, situado a unos diez metros del lago. Parecía estar ahí cientos de años, era como una mezcla de olivo y bonsái. Del olivo tenía las hojas y el fruto, y del bonsái el tronco, pero con una diferencia: era mucho más grande que un bonsái normal.
De repente oí a alguien. Me di la vuelta, era un insecto. Pero lo raro es que era del mismo tamaño que yo y que me dijo:
-Hola, ¿eres de por aquí?
-No, no sé ni dónde estoy -le contesté yo-. ¿Sabes tú qué sitio es este?
-No, no lo sabe nadie, solo sabemos que un día nos despertamos así y que vinimos aquí. Y que nunca nos hemos ido.
-Pero, ¿hay más seres como nosotros? -le pregunté sorprendido.
-Sí, somos muchos. Todos volamos y volamos y por una extraña razón, después de llegar aquí nunca nos vamos.
Me quedé muy sorprendido después de la charla con ese tipo, que parecía ser una mantis religiosa. Luego le pedí que me llevara a ver a los demás. Él lo hizo. Me condujo por unos matorrales oscuros que parecían secos y después de un rato llegamos al destino.
No podía creerlo. No eran unos cuantos, eran cientos, miles. Habían formado una ciudad de insectos, a la cual parecía pertenecer yo, así que decidí quedarme. Allí todos tenían una labor. A mí me dieron una, conseguir alimento. En esa extraña ciudad no se vivía mal, la verdad es que no podía quejarme. Me pareció que habían pasado seis meses cuando empecé a echar de menos a mi madre y a mi padre, a mis amigos, la humilde vida que tenía antes de ocurrirme todo esto. Entonces se me ocurrió ir a mi casa para ver cómo estaba mi madre y mi padre, averiguar si estaban bien. De repente me preocupé por ellos. Así que eso hice, desplegué mis enormes alas y comencé a volar rumbo a mi casa. Pero había un problema, ¡no sabía por dónde se iba! Entonces pensé en hacer una cosa: volar y volar hacia delante, como hice cuando llegué aquí. Estuve dos días volando sin parar, cuando empecé a visualizar algo que se parecía a una ciudad. Fui hacia allí. Exacto, era mi ciudad, mi pequeña ciudad, donde se encontraba mi casa, mis padres, mis amigos, mi hogar. Entonces me dirigí hacia mi casa. Cuando llegué, preferí observarla desde lejos. Vi a mi padre por la ventana. Estaba sentado en el sofá, parecía triste. Decidí bajar a la acera y vi pegada en la pared una esquela y sentí el impulso de leerla.
No podía creérmelo. Mi madre. La creadora de mi vida y la encargada de mi enseñanza durante mis primeros años había fallecido.
Vi la fecha de la muerte. Fue el día en el que escapé con la forma que tengo hoy en día. Me sentí roto, como si me faltara algo. Ya no tenía ganas de nada. Ni de dirigirme a Insectilandia para volver a recoger alimentos. No tenía ni idea de qué podía hacer y entonces se me ocurrió algo. Me acosté en el suelo boca arriba y empecé a dormir, para poder soñar en mi madre y en la vida que llevaba hacía seis meses.
Estuve soñando, no sé durante cuánto tiempo, pero fue el suficiente para pensar. Pensar en mi vida, en mi forma, en mi madre. Mientras soñaba, ella estaba allí, a mi lado. No quería despertar nunca, pero de repente empecé a abrir los ojos poco a poco. Miré a mi alrededor. Eso no era la calle, no, era mi habitación, y yo ya no era un escarabajo gigante de quinientos quilos. Entonces lo primero que hice fue levantarme e ir corriendo a ver a mi madre. Estaba allí, en la cocina haciéndome el desayuno. Me sentí feliz. El más feliz de la historia del mundo. Ella estaba en la cocina, diciéndome que me diera prisa, que iba a llegar tarde.
Entonces lo entendí todo. Todo había sido un sueño, pero un sueño del cual hay mucho que aprender. Yo antes no apreciaba mi vida, y ahora la aprecio y la cuido muchísimo. Ahora ya no soy el amargado Gregorio Samsa de antes, ahora soy un Gregorio Samsa que va a comerse al mundo y que va disfrutar la vida al máximo con mis padres y mis amigos, a los que antes no apreciaba tanto como ahora.
Pablo Sempere Perea
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