EL
ESCARABAJO AZUL
Nuria Ortiz Pérez-Ojeda
Llegó
el día. Me levanté de mi cama casi dando un salto. Tenía la maleta ya
preparada. Me aseé y me vestí con tranquilidad. Me sobraba tiempo. Entonces
recordé que anoche puse la alarma de mi móvil sobre las siete y media de la
mañana. Miré el reloj y eran las siete y veinticinco. Cogí el teléfono y
desconecté la alarma para que no sonara. Estaba tan nerviosa que no había
dormido ni tres horas seguidas. Me preparé un café bien caliente y un par de
tostadas con mantequilla. Cuando terminé, ojeé el reloj y aún no eran las ocho.
Entonces recordé que Álvaro y yo habíamos quedado en el parque que hay junto al
museo, a las nueve y media.
Me
acomodé de nuevo en mi cama y encendí la televisión, para entretenerme al menos
media hora. Estaban dando las noticias. Las estuve escuchando poco más de diez
minutos, porque entonces caí en un sueño invencible.
El
tono de llamada de mi móvil retumbó en todo el edificio. Me desperté sin
explicarme qué me había pasado. Vi que quien me estaba llamando: era Álvaro.
Antes de descolgar, miré la hora y… ¡Eran las diez en punto!
—¡Lo siento Álvaro, voy enseguida! —dije.
Colgué
rápidamente para no escuchar ningún tipo de reprimenda y cogí mis cosas para
salir hacia el parque corriendo.
Llegué
al parque sobre las diez y cuarto. La cara de Álvaro lo decía todo. Menos mal
que nuestro avión sale a las 11. Nos dimos dos besos y nos subimos al primer
taxi que pasó por allí.
—Anda que ya te vale,
Julia… —musitó
Álvaro.
—No volverá a pasar, señor —dije casi riéndome.
—No volverá a pasar, señor —dije casi riéndome.
Mi
comentario desató una larga conversación en el taxi: planeamos la salida al
gran bosque de Moscú, el hotel donde nos alojaríamos, los objetos que
necesitaríamos para encontrar aquel precioso zafiro azul, que tiene forma de
escarabajo, o al menos eso dicen…
El
zafiro azul del que os acabo de hablar es una piedra azul escondida entre los
inmensos árboles de una selva de la que pocos salen vivos. Esa selva o bosque,
se hace llamar “Dark Forest”. Este nombre es debido a los muchos cadáveres que han
sido encontrados allí, sin saber de una manera exacta la causa de su muerte.
Algunos aparecen con flechas clavadas en el pecho, otros desnucados, varios con
la cabeza decapitada… Y todas las víctimas aparecen justo enfrente de la cueva
donde se encuentra escondida la piedra
en forma de escarabajo. Desde entonces, nadie se atreve a pisar cerca de allí.
Álvaro
está obsesionado con que tiene que encontrarla, por su abuelo y su padre. Sus
dos parientes lo intentaron, pero murieron en su empeño, sin tener posibilidad alguna de encontrar el zafiro. Sé que es un viaje peligroso; igual nos
cuesta la vida. Pero no puedo dejar que Álvaro haga este viaje solo, él ya ha
hecho muchas cosas por mí. Digamos que es un viaje de amigos, tampoco nos lo
tomemos como algo de vida o muerte.
Eran
las once menos cuarto. El taxi ya nos había dejado en el aeropuerto de Madrid.
Entregamos nuestros pasaportes, mientras la recepcionista nos daba dos billetes
para embarcar a las once en el avión.
—¿Llevas todo lo que te
dije? —preguntó
Álvaro.
—Sí, lo llevo todo.
Hablamos
durante veinte minutos, hasta que la voz de una chica anunció en cuatro idiomas,
por lo menos:
—Pasajeros del vuelo
742, ya pueden embarcar en el avión.
Intercambiamos miradas; entusiasmados, cogimos las maletas y subimos al avión. Poco después de
veinte minutos, este se puso en marcha, hacia la enorme Rusia. No sé qué sentí
durante el largo viaje, si miedo o entusiasmo, ganas de llegar o de
arrepentirme… Me agobié en un mar de dudas. Entonces dormí para olvidarme.
—Despierta, Julia, que
ya hemos llegado —dijo Álvaro.
—¿Ya? —dije
sin poder abrir bien los ojos.
Bajamos
por las escaleras hacia la pista de aterrizaje y entramos en el aeropuerto de
Moscú para coger nuestras maletas. Poco después sacamos dos billetes de metro,
y este nos llevó a la capital. Encontramos nuestro alojamiento, que se llamaba
“Garden Hotel”, a cinco minutos de la parada de metro, en el centro de Moscú.
Se
hizo de noche enseguida, y como de costumbre me tumbé en la cama de mi
habitación y caí en un sueño profundo. Álvaro hizo lo mismo, en su cuarto.
Teníamos una habitación enfrente de la otra.
Al
día siguiente, Álvaro tocó varias veces la puerta de mi cuarto. Salí enseguida,
ya que hacía media hora que estaba despierta y nos fuimos a desayunar. Él
llevaba una gran mochila a su espalda, como si fuese de escalada. Yo también
llevaba la mía. Terminamos y nos pusimos de una vez en marcha. Álvaro alquiló
su propio coche durante dos días completos. Salimos de la capital en unos
veinte minutos. Ya en la autopista, vimos un cartel que decía: “Dark Forest a 3
km”.
Llegamos,
aparcamos el coche y nos adentramos en lo que podía ser nuestra perdición. El
bosque tenía un caminito de piedras que se iba perdiendo a medida que nos adentrábamos cada vez más en él.
—Al menos, si en
cualquier momento tenemos que huir, ya sabemos cómo volver al coche —dije
optimista.
Comenzaba
a oscurecer. No tardó en ponerse a diluviar. Entonces montamos la tienda de
campaña que tenía Álvaro y nos tocó esperar hasta que aclaró.
—¿Qué haremos cuando
estemos delante de la cueva? —dije preocupada.
—Habrá que averiguar
cuál es la trampa que ha causado tantas muertes —entonces vio mi cara de preocupación
y rectificó—. Te prometo que de aquí no
nos vamos sin el zafiro azul en nuestras manos.
—De acuerdo —dije
con una tímida sonrisa.
La
tormenta cesó y nos volvimos a poner en marcha. Estuvimos andando unas dos
horas, y el cansancio se apoderó de mí. Me dolía la espalda de llevar la
mochila.
—Deberíamos descansar un
rato —propuse,
mientras me sentaba en una piedra.
Álvaro
me dijo algo que no logré escuchar bien. Mi atención se desvió a mi pierna
derecha, ya que una serpiente de unos dos metros se estaba enrollando en ella.
Estuve a punto de gritar, pero no pude. En ese instante me quedé bloqueada.
Antes de que pudiera hacerle señas a mi compañero, este ya había desempuñado su
navaja. Dio un golpe rápido y seco sobre la serpiente, que se partió en dos.
Suspiré,
aliviada. Pero entonces noté unos leves pinchazos en mi tibia. De una gran
brecha salía una sangre tan roja, que me mareé. Cinco minutos después, Álvaro
me despertó y me dijo que teníamos que continuar. Él me vendó la herida, y
volvimos a ponernos en marcha.
Pasaban
horas, y no conseguíamos encontrar la cueva. Hasta que, al fin, la encantadora
voz de Álvaro dijo:
—¡Julia, aquí está la
cueva, ya hemos llegado!
—Qué agradable escuchar
eso… —dije
mientras dejaba por allí tirada mi pesada mochila.
Allí
se encontraba una pared de piedra que mediría cinco metros, llena de
enredaderas y flores secas. Y en lo más bajo de la pared, se encontraba un
saliente con un gran agujero, del que no se veía el fondo. Entonces lo vi. No
hacía falta alumbrar con una linterna para verlo. Encima de una especie de
rectángulo de piedra: el zafiro azul, que brillaba desde el lugar donde nos
encontrábamos.
—Tiraré dos o tres
piedras a su alrededor, y si no pasa nada, entraré yo mismo y la cogeré.
Asentí.
Entonces Álvaro se dispuso a lanzar la primera. Cayó justo al lado del altar de
piedra. Y aunque nos extrañó, no pasó nada. Ni una flecha, ninguna trampa
escondida entre las hojas del suelo… Con la segunda piedra, lo mismo. Y con la
tercera, exactamente igual: no pasó nada
—Entonces, acércate y
cógela. Pero ven enseguida a mi lado y saldremos de aquí corriendo. Me extraña
que sea tan fácil.
—De acuerdo —dijo
Álvaro.
Se
acercó lentamente hacia la cueva. Llegó hasta el altar. Se dispuso a
intercambiar el precioso escarabajo azul, por una piedra. Y lo consiguió.
Regresó hacia mí, con una sincera sonrisa, hasta que miles de flechas
comenzaron a dispararse desde algún lugar desconocido. Una de ellas me rozó el
brazo y otra se clavó en el tronco de un árbol muy cerca de nosotros.
—¡Corre Julia! —me gritó. Y sin perder ni un instante, salimos de allí.
Donde
las flechas ya no nos alcanzaban, Álvaro se tiró al suelo, con el zafiro
todavía en la mano. Una flecha atravesaba totalmente su pierna. Comenzó
a gemir mientras el dolor se apoderaba de él. Pensé en quitarle esa maldita
flecha, pero no tardaría en desangrarse.
—¡Vamos Álvaro, tenemos que salir de
aquí!
Mi
pobre compañero hizo un esfuerzo y se puso en pie. Tardamos varias horas en salir
de aquel bosque maldito, pero lo conseguimos. Al llegar al coche recordé que mi
mochila se había quedado allí. Aun así, ni se me pasó por la cabeza regresar por
ella.
Esta
vez conduje yo, ya que Álvaro no podía debido a su herida. Era de noche cuando
llegamos al primer hospital que encontramos por el camino. Álvaro, que no había
perdido el conocimiento de milagro, salió cojeando del coche. Lo cogí por los
hombros y lo llevé a urgencias. Lo atendieron de inmediato.
—Dame el zafiro, te lo
guardaré bien, confía en mí —le dije.
Me
entregó la piedra y se lo llevaron para curarlo. Pasé la noche en un incómodo
sofá del hospital, con el zafiro bien guardado en mi bolsillo.
Al día siguiente, me desperté sobre las diez y
pude entrar a visitar a Álvaro.
—¿Cómo estás?
—Bien, aunque aún me
duele la pierna. Déjame la piedra.
Se
la entregué. La observó con detenimiento y al fin me dijo, con una sonrisa:
—Lo hemos conseguido… La
guardaré en memoria de mis parientes fallecidos. Gracias por todo, Julia. Sin tu ayuda no lo
habría logrado. —dijo mientras admiraba aquel brillante zafiro azul.
—De nada, aunque si no
fuera por ti, ahora mismo no estaría viva —vacilé mientras me miraba la leve
brecha en mi pierna, que me causó Álvaro al mismo tiempo que se deshacía de
aquella serpiente.
Álvaro sonrió durante un instante.
Hubo un breve silencio. Entonces se incorporó, se abalanzó sobre mí y me dio un
beso en los labios.

No hay comentarios:
Publicar un comentario