martes, 10 de junio de 2014

VIDA DE UNA PINZA


VIDA DE UNA PINZA

Manuel García Maciá


     Y allí estaba yo, sujetando con mis piernas un viejo calcetín mojado. No me apetecía sujetarlo, pero era mi oficio. El calcetín que tenía asido se notaba que era viejo. Estaba un poco desgarrado y le estaba saliendo un pequeño agujero en la parte del pulgar. A decir verdad, me daba un poco de asco. No entendía por qué me tocaban a mí siempre las peores prendas. No era justo. Me daban ganas de soltar al viejo calcetín y que cayera al suelo pero, si lo hubiera hecho, habría sido el mayor error de mi vida. Menos mal que me contuve porque...
       Al día siguiente, llegó el ama de casa y me quitó el calcetín de las piernas. ¡Por fin! Se llevó aquella asquerosa prenda y a mí me dejó con las otras pinzas en una pequeña cesta, que era como nuestro hogar. Me dejó justo al lado de mi buen amigo Javier, el más sabio de toda la cesta.
       -¿Qué tal la noche? -me preguntó.
      -Bastante mal, la verdad. Me ha tocado sujetar a un calcetín viejo que provocaba náuseas -le contesté.
    -Bueno, ahora ya estás con todos otra vez -dijo intentando animarme-. Ya ha pasado todo.
      Aquella noche tuve descanso, así que, antes de dormir, le pedí a mi amigo Javier que me contara la leyenda que tan bien se sabía. Aquella leyenda ya la había escuchado como cien veces, pero me gustaba tanto que la quería volver a escuchar. Eso sí, la leyenda era terrorífica. Él aceptó y comenzó a hablar en voz no muy alta, para no molestar a las otras pinzas:
     -Según cuenta la leyenda, existió una vez una pequeña pinza llamada Pablito. Pablito se enfadaba muy fácilmente, pero casi siempre lograba controlarse. Un día, le toco sujetar unos calzoncillos que habían sido cagados encima, cosa que a Pablito no le gustó nada. Sus compañeros no paraban de reírse de él. Pablito intentó controlarse, hasta que no pudo más. De la rabia, soltó los calzoncillos y éstos se cayeron al suelo. Pablito no sabía en qué lío se había metido. Cuando llegó el ama de aquella casa a recoger la ropa y vio los calzoncillos en el suelo, cogió a Pablito y lo tiró a la basura. Jamás se supo de él. Fin.
       -Nunca me cansaré de escuchar esta historia, en serio -dije yo. Acto seguido, nos dormimos.
    Por la mañana, me despertó el ruido de la secadora. “Qué guarros son en esta familia, siempre con la lavadora puesta”, pensé. Cuando acabó el ruido, entró la señora y, desgraciadamente, me cogió a mí y me puso sujetando una camiseta interior que olía a puro sudor. “¡Qué asco!”, pensé. Mis compañeros de trabajo, al verme, empezaron a reírse como locos. Estaba pasando un miedo terrible; tanto, que se me resbaló una de mis piernas y la camiseta se desvaneció hacia el suelo. El mundo se me cayó a los pies. De repente, la sala sufrió un increíble silencio. Entró el ama de casa y ya veía mi final, pero no fue así. La señora cogió la camiseta, la tendió con otra pinza y a mí me devolvió a la cesta con las otras pinzas. ¡Qué suerte!
     Ahora he cambiado de trabajo. Ya no sujeto ropa, sino bolsas de patatas. Este trabajo es lo mejor que me ha pasado en la vida. Además, he encontrado un amigo... ¡Pablito! Mi amigo sujeta la bolsa de los cacahuetes, pero, como estamos en el mismo armario, nos vemos siempre. Pablito me contó que decían que le habían tirado a la basura porque el armario donde estaba ahora se hallaba justo al lado. Por ello se debieron confundir.
     Lo que más me gusta de mi nuevo trabajo es que a veces a la familia se les caen pequeños trocitos de patatas en la bolsa y yo aprovecho para zampármelos. ¡Es increíble! ¡Me encanta mi nueva vida!


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