viernes, 20 de junio de 2014

UNA PEQUEÑA TARDE DE VERANO




UNA PEQUEÑA TARDE DE VERANO



       Aquel verano era el más caluroso y aburrido que había vivido nunca. Mis padres habían decidido pasarlo en nuestra casa de campo, donde no había ni Internet ni cobertura ni ningún amigo cerca con el que poder pasar un buen rato yendo al cine o a la playa. Además, todos los libros que tenía ya me los había leído tantas veces que estaba harto de leer. Me pasaba todo el día acostado en una hamaca mirando al cielo, sin nada que hacer en aquellas largas horas. Solo me levantaba para comer o para ir a dormir.
      Era por la tarde, y, como cada día, ahí estaba yo, tumbado en la hamaca, hasta que mi madre gritó desde la cocina:
—¡Ángel, entra a comer, que se te va a enfriar! 
Al levantarme, la hamaca chirrió escandalosamente, o al menos eso me pareció. Entré cansado en la cocina, donde ya estaban esperándome mi madre, Dolores, y mi padre, Ramón. Mi madre era una mujer con carácter, con cabellos color castaño y ojos marrón oscuro. Era alta y escuálida. Sin embargo, mi padre era más bien bajito, también con bastante carácter, pero menos que mi madre. Su pelo era negro y sus ojos marrón claro.
Para comer había sopa de verduras. Odiaba esta comida; de todas las que había en el mundo, mi madre tenía que preparar esa.
—Mamá… Sabes que no me gusta esto… —dije con cara de pena, para ver si se compadecían de mí.
—Lo siento hijo, hay que comer de todo, no siempre puede ser algo que te guste —replicó mi madre con desdén.
No tenía ganas de discutir, así que me senté en mi sitio y empecé a comer con desgana. Cuando acabé, me disponía a salir de nuevo a acostarme en mi hamaca, pero mi padre se interpuso entre la puerta y yo.
     —¿Por qué no vas a dar una vuelta, Ángel, a que te dé un poco el aire?
     —Eso, así no estas todo el día acostado en esa hamaca tan vieja sin hacer nada —dijo mi madre, que estaba escuchando desde el comedor.
      La verdad es que me había acostumbrado a esto de no hacer nada, pero hacía tiempo que no salía a pasear por los alrededores del campo. La última vez fue cuando tenía nueve años, y ahora tenía catorce. Finalmente acepté la propuesta de mi padre y decidí dar una vuelta por la zona. Fui a mi habitación y me cambié las chanclas por los deportivos, bebí un gran trago de agua de la botella de mi mesita de noche y ya estaba listo para salir.
       Abrí la cancela con manos cansadas y la cerré suavemente para no sobresaltarme a mí mismo.
     Una gran carretera separaba las dos filas de chalés de los que estaba compuesto el vecindario. Por esa carretera casi nunca pasaban coches. Yo diría que nosotros éramos los únicos que estábamos veraneando allí; me pareció lógico, ya que era bastante aburrido pasar allí el verano.
Empecé a caminar junto a la carretera, moviendo de vez en cuando los brazos inconscientemente para espantar las moscas o los mosquitos que me invadían, hasta que una mosca se me posó en el brazo, y harto de ella, pensé en aplastarla de un manotazo. Levanté el brazo, y entonces pensé que ella era un ser vivo, como mi madre, como mi padre, como yo o como todas las personas que vivíamos en este planeta. Me apiadé de ella y decidí dejarla vivir. Bajé de nuevo el brazo y la mosca alzó el vuelo.
Decidí seguirla, me entró curiosidad por saber a dónde iba o qué hacía. La mosca siguió carretera adelante, posándose en todos los árboles que bordeaban la carretera. Estuve como cinco minutos siguiéndola hasta que la perdí de vista. Volaba muy rápido y parecía que nunca se cansaba. Dejé de buscarla revoloteando entre las ramas de un olivo y, cuando bajé la vista, vislumbré algo que me llamó la atención: aproximadamente a unos veinte metros de donde yo me encontraba, una gran raya negra atravesaba la carretera. Me acerqué lentamente para ver qué era. A medida que me acercaba, parecía que la raya se movía. Cuando ya me encontraba junto a la misteriosa línea, me agaché y descubrí que eran hormigas.
       —¡Son hormigas! —me dije a mí mismo.
     Aquella gigantesca raya tan grande que cruzaba la carretera, estaba compuesta por diminutas hormigas que se abrían paso entre el asfalto para transportar unas pequeñas migas de pan que habían encontrado hasta su escondite. Me pareció realmente increíble: nunca había visto algo igual. ¿Cuántas hormigas debería de haber ahí? Por lo menos millones. Entonces me fijé bien en lo que había a mi alrededor y descubrí que, mirase donde mirase, siempre encontraba algún insecto minúsculo moviéndose por el suelo o escondido en las flores que crecían entre los huecos de los bordillos o incluso trepando por los troncos de los árboles. Fuera a donde fuese siempre iba acompañado de algún bicho.
      Por una parte, no me hacía ninguna gracia el hecho de que al haber tanto insecto se me pudieran subir por las piernas, pero aquello no tenía por qué dejar de pasar.
        El cielo comenzó a nublarse y en tan solo diez minutos empezó a llover. Decidí que ya era hora de volver a casa. Había caminado demasiado sin darme cuenta.
    Las pequeñísimas gotas de lluvia se veían reflejadas por la luz de algunos faroles que ya se habían encendido porque se estaba haciendo de noche. Estuve todo el camino intentando forzar la vista para poder ver claramente cómo era una gota de lluvia cuando caía, pero era casi imposible. Caían muy rápido y eran demasiado pequeñas para verlas con claridad.
        Poco antes de llegar a nuestra casa de campo, la lluvia cesó y me detuve a admirar aquel maravilloso paisaje. Las hojas de los árboles y de las plantas habían quedado adornadas con unas minúsculas y relucientes gotas de lluvia. Además, todo aquel bello paisaje quedaba duplicado por el reflejo de algunos pequeños charcos que se habían formado durante el chaparrón.
       Me miré y fue entonces cuando me di cuenta de lo mucho que me había mojado. Me había calado entero, y encima los deportivos habían acabado llenos de barro. Sentí un poco de miedo por la reacción que pudieran tener mis padres.
      Enseguida llegué a la puerta de casa y toqué el timbre del interfono.
      —¿Quién? —preguntó la voz de mi padre.
      —Soy yo, papá —dije con un tono cansado.
     La puerta se abrió y entré en casa. Mi madre salió a recibirme y me sorprendió su comportamiento ante mi ropa toda mojada y llena de tierra.
      Cuando acabé de ponerme el pijama, el cielo ya estaba completamente oscuro, y todas las nubes de tormenta habían desaparecido. Me acerqué a mi vieja hamaca y me recosté en ella. Al acostarme chirrió como si estuviera quejándose y no le gustara que me sentase encima de ella.
      Alcé la vista, y me di cuenta de que había algo que nunca antes había podido apreciar: el cielo estaba lleno de estrellas. Miles de pequeños puntitos brillantes iluminaban la noche. Esas estrellas formaban dibujos en el firmamento, aunque costaba diferenciarlos de tantas que había.
     Aquel día aprendí a fijarme en esas pequeñas cosas ante las que pasamos de largo y que pueden llegar a ser realmente hermosas.
  


Javier Coves Toral

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